Un conducto hacia el alma

Por Joaquín Astarloa.

Paseando por un mundo tan codiciado por muchos —que de algún modo podría asimilarse a la capa de ozono, por su valor y su preocupante achicamiento—, recuerdo aquellos reproches de mi madre, que decía: “Bautista, tenés que mirar a los ojos cuando te saludan”. Y a ello le seguía una respuesta sistemática: “Mamá, no molestes.”

Con el paso del tiempo me di cuenta de que las invitaciones (siempre que no sean otra cosa que invitaciones) nunca son molestas por sí mismas. Y si algo de ello ocurre, es el invitado quien debe recibir ayuda inmediata; nunca quien invita, a no ser que se trate de una propuesta indecente, como ejemplifica el film argentino que lleva ese nombre.

Cuando mi despedida de la infancia se acercaba, acepté la (hasta ese momento) “fastidiosa” invitación que mamá me venía haciendo desde muy chico. Nada fue de repente. Un mundo nuevo y desconocido se presentó frío y en total oscuridad. El miedo de no poder ver, que tantas veces debería ser menor que el que aparece cuando podemos hacerlo, me despertó enérgicas ganas de prender una luz; pero al no hallar un modo eficaz para ello, no hubo más remedio que preguntar afuera.

Al instante me convencí de que la supuesta solución pasaba a formar parte del problema: grandes referentes se hartaban repitiéndome que los “interruptores” estaban dentro mío, y que me las tenía que arreglar yo solo para hacerlos funcionar.

Sin embargo, con el transcurso del tiempo como excelente aliado, lo ridículo fue de a poco tomando sentido: si bien el temor aumentaba, las primeras rendijas de luz fueron paulatinamente apareciendo; las palabras comenzaban a hablar por sí solas, y en un principio todo era odio o amor, paz o inseguridad, tristeza o alegría. Siendo ya un poco más ducho en el tema, entendí que mi horizonte no era más que una ilusión óptica: mucho había por descubrir, así como varios me habían descubierto sin yo haberlo notado.

Cuando todo fue ganando nitidez, la cobardía dejó de ser mi única compañera: la curiosidad y el asombro me ataron tan fuerte que por momentos no podía controlarlos. Así descubrí cómo un mundo tan achatado escondía secretos infinitos, y llegué, de ese modo, a una conclusión que hasta el día de hoy no dudo: jamás comprenderé la inconmensurable relación de lo infinito con el tamaño de la cerradura de su puerta.

Como era de suponerse, nunca se me ocurrió siquiera mencionar la existencia de este mundo inabarcable pero asequible a la vez —mucho menos escribir acerca de él. Mas la suposición acabó errada cuando conocí a un poeta que, aun siendo de los genuinos, guardaba una sola pretensión: escribir sobre la mirada.

Joaquín Astarloa

18 años

Estudiante de Derecho

joaquin_astarloa@hotmail.com