La desconcertante frivolidad de Jane Austen

Por Santiago Legarre.

Mansfield Park

Jane Austen, 1814

(Penguin Classics, London, 1996)

Mientras avanzaba por las páginas de esta novela, no pude evitar la tentación, luego irresistible, de compararla con los otros libros de Jane Austen que ya habían acariciado mis torpes manos; esa ansia sin sentido de querer ordenar todo en un ranking, y luego hacerlo indefectiblemente y contra el consejo más sabio de Evelyn Waugh: “Don’t forget, quantitative judgments don’t apply”. Sucumbí, entonces, y escribí estas vanas palabras: “La mejor novela de Austen es Emma. Después vienen Pride and PrejudiceSense and Sensibility y, un poco más abajo, Persuasion”.

Me faltaría leer todavía Northanger Abbey para completar el sexteto novelar pero, al día de hoy —pensaba mientras avanzaba—, sin duda Mansfield Park quedaría en el fondo del tacho, y del maldito ranking (cuánto lo odio y, no obstante, nunca logro matarlo del todo, siempre resucita, aunque no como Lázaro: después de su segunda muerte, siempre vuelve a la vida —a mi vida—).

Seguían desfilando las páginas, seguía elucubrando, ahora menos materialistamente y, por tanto, con más posibilidades de sensatez: “Están tan en las alturas de lo sublime las novelas de esta mujer inglesa, que el orden en que las colocan mis preferencias puede ser motivo de gruesos equívocos (misguiding, vaya uno a traducir esta palabra, sólo se me ocurre la notraducción misleading). Por ejemplo, Persuasion, que quedó tan abajo en la lista, es una novela que me conmovió hondo: tocó unas cuantas teclas de eso sagrado que flamea en el fondo de mi alma otherwise gris. Cuando las calidades de las composiciones de una persona son tan fabulosas, hasta las producciones menos logradas concitan los mejores sentimientos, que hacen la lectura placentera y provechosa. Esta es una de las características de los autores clásicos en cualquier género artístico: lo de ellos es siempre muy bueno y redunda en quien lo aborda, también lo “peor”, ya que siempre será lo peor de los mejores, que suele ser mejor que lo mejor de los peores, y también de los comunes”.

Ya acabé, no más páginas entre mis dedos, se acabó Mansfield Park y me viene una especie de remordimiento: ¿yo fui capaz de bastardear esta joya, de tenerla en menos, de juzgarla acaso un trabajo menor, “lo peor de una de las mejores”? Para reparar esta afrenta decidí escribir las líneas siguientes en las que intentaré persuadirte de que abras la primera página del libro; el resto, lo hará Jane.

Mansfield Park (1814) es la tercera novela publicada en vida de Jane Austen y, al igual que las anteriores (Sense and Sensibility, 1811, y Pride and Prejudice, 1813), vio la luz del día sin que se supiera el nombre de su autora. Dos años después de Mansfield Park, se publicó Emma (1816) y, póstumamente, descubrimiento del nombre mediante, Northanger Abbey y Persuasion (ambas en 1818).

Las novelas de Austen tienen varios parecidos entre los que sobresale su aparente frivolidad, una frivolidad exquisita, por momentos repugnante, a tal punto que el lector puede fácilmente engañarse, pensar que de aparente esta frivolidad tiene nada y luego dejar de leer el libro en un rapto de indignación. Estos libros nos muestran una sociedad que se la pasa conversando sobre temas banales (small talk), bailando en fiestas muy logradas (balls), jugando a las cartas, visitando casas de campo, vistiéndose, desvistiéndose y vistiéndose nuevamente, desayunando, almorzando, tomando el té, cenando. Mansfield Park no es excepción a esta regla y, por si fuera poco, añade a esta lista el teatro vocacional, llevado a cabo para matar el tiempo. Sin embargo, la referencia a unas pocas de las tantas profundidades escondidas en este libro permitirá atisbar hasta qué punto la acusación de frivolidad no es más que un disparo en la oscuridad.

A Fanny Price, la heroína de nuestra novela, le causa cierta atracción esta frase célebre del siglo XVIII inglés: “Marriage has many pains, but celibacy has no pleasures” (ps. 325 y 411). A pesar del pesar, parece una reivindicación del matrimonio, que puede sembrar tristeza en los solteros y solteras que habrían querido no serlo (ya que sólo a ellos se refiere la palabra “celibacy” en este contexto). Las solteras seguramente coincidirán con Austen en que “there are certainly not so many men of large fortune in the world, as there are pretty women to deserve them” (p. 5).En todo caso, ellos y ellas, si tienen algún hermano o hermana pueden encontrar consuelo y refugio en la reflexión más lograda de todo el libro que hace la narradora a propósito del postergado encuentro entre Fanny y su hermano William: “(…) Fanny had never known so much felicity in her life, as in this unchecked (sin controles, sin detenerse a pensar lo que uno va a decir, sin reservas), equal fearless intercourse with the brother and friend, who was opening all his heart to her, telling her all his hopes and fears, plans, and solicitudes (…), who was interested in all the comforts and all the little hardships of her home, at Mansfield – ready to think of every member of that home as she directed (…), and with whom (perhaps the dearest indulgence of the whole) all the evil and good of their earliest years could be gone over again, and every former united pain and pleasure retraced with the fondest recollection” (p. 195). Incluso los dolores pasados juntos, cuando son recordados también juntos, pueden transformarse en alegrías. (La memoria me trae inmediatamente a la cabeza la parte de Persuasion en que Anne Elliot recuerda plácidamente los agridulces días pasados en Lyme. Algo parecido nos ocurre a Charles Ryder y a mí con Arcadia.) Sigue a continuación esta atrevida conclusión en la que Austen compara amor conyugal y amor fraternal, y prefiere el segundo: “(…) An advantage this, a strengthener of love, in which even the conjugal tie is beneath the fraternal. Children of the same family, the same blood, with the same first associations and habits, have some means of enjoyment in their power, which no subsequent connections can supply” (p. 195). La preferencia de la autora vuelve todavía más desgarradoras las sombrías palabras con las que cierra su reflexión: “(…) and it must be by a long and unnatural estrangement, by a divorce which no subsequent connection can justify, if such precious remains of the earliest attachments are ever entirely outlived. Too often, alas! it is so. – Fraternal love, sometimes almost every thing, is at others worst than nothing” (ídem).

En los tiempos que corren, en los que leer el diario es tenido como una cucarda de cultura –y si se lee más de uno, mejor– la amarga opinión de Fanny sobre su querido padre, a quien vuelve a ver después de una década, recuerda el desprecio de Tolkien por las noticias y los periódicos: “(…) his habits were worse, and his manners coarser, than she had been prepared for. He did not want abilities; but he had no curiosity, and no information beyond his profession; he read only the newspaper” (p. 322).

La sabiduría práctica sobre la persona que encierran todas las novelas de Jane Austen asoma, por último, detrás de su consejo para la depresión: “There is nothing like employment, active, indispensable employment, for relieving sorrow. Employment, even melancholy, may dispel melancholy” (p. 366). Muchas veces, un clavo se saca con otro clavo, también en el sentido lunfardo de “clavo” que tanto nos gusta. El sorprendente final de Mansfield Park va acompañado del reconocimiento de las paradójicas ventajas de haber sufrido privaciones durante la niñez y juventud, “the advantages of early hardship and discipline, and the consciousness of being born to struggle and endure” (p. 389).

P.D.: Volvió, resucitó una vez más, no se quiere ir, está de vuelta conmigo, otra vez, el ranking maldito, it haunts me, como le gusta decir en inglés al castellano Javier. Y me obliga a escribir estas palabras, con la máxima certeza que un método equivocado puede proporcionar: “Upon reflection, la mejor novela de Jane Austen es … Mansfield Park”

Santiago Legarre

39 años

Profesor

salegarre@yahoo.com