Los monstruos

Por Juan José Salinas.

Están Drácula, Frankenstein, E.T., Freddy, y tantos otros. Yo pienso en otros monstruos: los de “El Hombre Elefante”, “Mientras estés conmigo” y “Capote”. Al ver esas tres películas se comprueba que, como es tan sabido, hay monstruos físicos y monstruos morales; los hay quienes combinan ambos adjetivos; los hay quienes parecen unos y son otros, y viceversa; o no parecen unos y son ésos o los otros, y viceversa. En fin, esta bifurcación de la monstruosidad complica un poco las cosas.

Pero más interesante que hablar de los monstruos resulta hacerlo de quienes se acercan a ellos. Y de eso tratan las películas mencionadas. En “El Hombre Elefante”, Anthony Hopkins conoce a John Merrick, el tan horrible joven al que alude el título. Hopkins es Dr. Travers, un médico que encuentra un caso extraordinario y no puede resistir, en el clima cientificista del siglo XIX, aproximarse a él con su lupa profesional, presentarlo a la sociedad médica inglesa y ganarse un lugar entre los grandes. Sin embargo, Travers no es sólo un médico, es también una persona y no puede evitar plantearse (y decirlo, en una escena breve, con la cara de Hopkins estática, sus ojos abiertos mirando la duda) si él, el médico, es un hombre bueno o si es un hombre malo. Es una pregunta sencilla y terrible. El mero hecho de planteársela a sí mismo ya nos habla de su buen corazón. Si al principio lo mueve la curiosidad profesional y el hambre de fama, luego se humaniza y la película deviene un ensayo sobre la amistad humana. Inolvidable la escena en la que el hombre elefante (o Romeo como lo llama la admirable Ann Bancroft) repite incrédulo para sí mismo:  my friend, my friend, saboreando una realidad hasta hacía poco fuera del alcance de su corazón. Hay tanto para gozar en este film del loco David Lynch. Ya es una maravilla que John Hurt –nominado al Oscar, y perdedor frente al toro salvaje de Robert de Niro–, cuya cara sólo vemos detrás de una máscara grotesca o de un pedazo de tela, nos encandile con su tono amable de voz, su dicción imperfecta, sus ojos apenas perceptibles (verán que son como dos lucecitas mínimas y huidizas). El humo de Londres, no su niebla sino el producto de la revolución industrial, los ruidos, la fotografía en blanco y negro, la música, son perfectos. Acá los monstruos que parecían (físico, John Merrick y moral, el Dr. Travers) no lo son. Como el humo de Londres que, aunque denso, se evapora, la humanidad de ambos personajes termina por salir a la luz, y qué luz.

En “Mientras estés conmigo”, el monstruo se llama Matthew Poncelet en la película y es Sean Penn en la vida real. Es un film sobre la pena de muerte, en contra de la pena de muerte. Al criminal, condenado por violación seguida de homicidio, lo visita una monja. De entrada se ve que la mueve la compasión cristiana, aunque no sabe bien al principio si es correcta su actuación. Varios la critican y se lo dicen. Ella va donde la lleva el corazón. Sorprende en un film de Hollywood la densidad con que se describe la caridad cristiana. La explicación del celibato de un alma enamorada es apabullante. Y Susan Sarandon, la cara limpia, ni una pizca de maquillaje, los ojos enormes y redondos, límpidos, regala su mejor interpretación, premiada esta vez con la ansiada estatuita de la Academia (porque es la Academia). Aquí sí hay un monstruo real y terrible: el propio condenado se ocupa de demostrarlo porque aparece como un resentido, soberbio, infranqueable. El desafío es si queda algo del hombre. La hermana Prejean se ocupa de dejárnoslo claro. O, mejor, como le habría gustado a Evelyn Waugh, la acción de la gracia es la que lo deja claro. Clarísimo, a pesar de las lágrimas.

En Capote hay muchos monstruos. Tres por lo menos. La película describe la tarea de Truman Capote que, picado por la curiosidad a partir de un artículo periodístico, quiere escribir un libro sobre un caso real de asesinato: toda una familia muerta sin que exista un aparente motivo. Atrapan a los dos homicidas y Capote los visita en la cárcel para conseguir su testimonio y escribir su obra literaria. Los asesinos son dos monstruos parecidos al que encarnó Sean Penn, pero con tal mala suerte que no se les acercó la hermana Prejean, sino Truman. Porque Truman es el tercer monstruo. Hay dos escenas casi paralelas entre ambas películas en las que el salvador/la salvadora visita al asesino 1/ al asesino 2. Y es tan abismal la diferencia de sus móviles que da escalofrío pensar que a uno le puede tocar en suerte como guía un monstruo o un ángel. En sus visitas a uno de los presos, Perry Smith, llega un momento en que el escritor deja en evidencia lo que lo mueve: “Hay una sola razón por la que sigo viniendo aquí: 14 de noviembre de 1957”. “Sólo eso quiero que me digas”. Truman necesita saber qué pasó exactamente la noche del asesinato. Y no sólo eso: cuando, después de las condenas, las apelaciones se amontonan y se retrasa por años la ejecución, Truman se desespera. “Me están torturando”, es su comentario a la tardanza que ocasionan las apelaciones. Necesita el final para acabar con su obra maestra. Capote trabaja para sí mismo, para su gloria; la película parece decir (lo han dicho muchos) que el escrito a que dieron lugar todo su esfuerzo y sus entrevistas, la famosa y atrapante A sangre fría, le acercó al autor la fama y su propia destrucción. Quizá este sufrimiento lo ayudó a humanizarse.

Tres películas que hunden sus garras en la humanidad de sus personajes, para bien o para mal. Ojalá el cine nos siga deleitando con historias que nos lleven a conocer un poquito más las alturas y bajezas de nuestra condición.

Juan José Salinas (40)
Abogado
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