Por María José Sanchez.
A fines del siglo XIX, el novelista, dramaturgo y cronista español, Benito Pérez Galdós (1843-1920), cristalizó en hojas una de sus más célebres obras literarias: Fortunata y Jacinta. Integra el selecto grupo de novelas populares y representativas del realismo literario español. Dicha novela consta de cuatro partes. A continuación se hará un análisis de la Parte I para apreciar uno de los tantos matices que presenta dicha obra. El lector se sentirá atrapado ante una historia donde lo dramático y lo ameno se entrecruzan… sentimientos y emociones giran en torno a un ciclo.
Juanito Santa Cruz y Jacinta Arnáiz… Recién casados, matrimonio feliz donde el amor y la alegría reinaban. Llevaban una vida sin preocupaciones económicas, no privándose de nada. Parecía estar la perfección materializada en sus vidas pero no era así. Había un vacío en sus corazones que sólo ellos podían percibirlo: la falta de un hijo. De esto se lamentaba Jacinta y por esto vivía afligida y consagraba su cariño a sus sobrinos. Pero un nuevo capítulo se presentó en este estilo casi perfecto de vida: un niño. Este niño, no era el resultado de ese amor entre los esposos sino que era producto de una relación amorosa ocasional que había tenido Juanito Santa Cruz en época previa a su casamiento. Entonces, ¿qué se siente en estos casos por aquella criatura? A ello se enfrentó Jacinta.
Todo comenzó en la luna de miel de la dichosa pareja. Juanito, a pedido de su reciente esposa, le confió cuáles habían sido sus galanteos antes de casarse. Esa fue la primera vez que Jacinta se enteró de la existencia de “Fortunata”, una joven que su marido había conocido tiempo atrás. El señor Santa Cruz le aclaró a su amada que esa mujer había sido un capricho en su vida, una demencia ocasional que no podía explicar. Estas palabras complacieron a Jacinta, pero no lo harían por mucho tiempo. Hallándose el matrimonio en Sevilla, después de haberla recorrido durante todo el día, decidieron dirigirse a la posada para descansar. Al llegar a ella notaron que en el comedor había un banquete de boda y en razón de ello, fueron invitados a tomar unas copas. Juanito, motivado por la fuerte insistencia de un invitado inglés, tomó varias. Jacinta rápidamente lo apartó de esa situación pero como resultado de la dosis de alcohol ingerida, su marido comenzó a pronunciar una serie de confesiones… Fortunata sería el centro de ellas. En esa ocasión, la señora Arnáiz de Santa Cruz pudo advertir de las palabras de su esposo que esa mujer había sido más que un capricho; había sido la “Pitusa” (así la llamaban) y que la pobre había sufrido sus engaños y mentiras. Pero los vocablos que más resonaron en el corazón de aquella esposa sorprendida y espantada ante tales dichos, fueron las amenazas que el tío de la “Pitusa” —Don Izquierdo— supo dirigir a Santa Cruz alguna vez: “Pitusa está cambrí de cinco meses” (“Fortunata y Jacinta”, Benito Pérez Galdós. Ediciones Orbis, p. 82). Nunca se volvió a hablar de esto entre los esposos, pero fue el primer indicio de lo que más tarde se convertiría en realidad.
Los años continuaron y la pareja día a día crecía en su amor. Juanito amaba a su mujer; era sus ojos, su luz y guía. Para Jacinta lo mismo, pero ésta se convirtió en una mujer observadora, prudente y sagaz que analizaba cada uno de los gestos y palabras de su esposo por comportarse de manera ocasional raramente. Y era evidente que en aquella mujer quedaban los vestigios de esa noche sevillana.
El segundo episodio de sobresalto para el corazón de Jacinta se dio en diciembre del 73. El señor Santa Cruz se hallaba enfermo y al verse imposibilitado de salir de su domicilio, recibía diariamente visitas. Entre aquel grupo de visitantes, estuvo presente José Ido de Sagrario: corredor de publicaciones nacionales y extranjeras, una persona humilde y eventualmente no muy coherente en sus relatos. Después de charlar éste con Juanito, se dirigió a Jacinta y le expresó su pena por no tener ella hijos. La señora, al sentirse emocionada por las palabras sinceras de este buen hombre, le ofreció llevarle ropa a los niños de su vecindario. Y fue en aquella circunstancia que Don Ido manifestó su queja de que en la última oportunidad, la Sra. Guillermina, mujer caritativa y amiga de la familia Santa Cruz, había repartido ropa y que su familia y él no fueron beneficiados. Y añadió sobre el final que lo mejor de la repartición había sido dado a “Pitusín”, un niño de tres años que estaba bajo la custodia de su vecino Pepe Izquierdo ya que su madre, de nombre Fortunata, lo había querido abandonar. “Pitusín”, “Fortunata”… Estas palabras volvieron a estremecer a Jacinta, como lo habían hecho las confesiones de su marido en la luna de miel. El hombre continuó acusando de que esa preferencia se debía a que este niño formaba parte de la familia Santa Cruz por ser hijo natural del Sr. Juanito Santa Cruz. Nuevamente, todos estos dichos fueron flagelos para el corazón de Jacinta. Su primera reacción fue acusar de mentiroso a aquel hombre pero éste la invitó a su vecindario y que averiguase por sí sola la verdad. El corazón de esta mujer sólo sintió deseos de explicación.
Los sentimientos de Jacinta se disputaban en su corazón tal cual un barco lucha contra una fuerte tormenta. Se sentía ciega y sorda, interna y externamente. ¡Ese hijo de su esposo existía! Lamentaba que éste le hubiese ocultado semejante verdad. Todo se reducía a bronca. Pero así como después de la tormenta, sale el sol, esa bronca se convirtió en piedad y lástima: ese niño había sido abandonado por su padre y no tenía la culpa de ello. No soportaba la idea de saber que había en el mundo un hijo de su esposo, por más que ella no fuese la madre, que se hallaba desamparado y desprotegido. La confección de un plan sería la solución a esta preocupación.
Al día siguiente, decidió ir con su amiga Guillermina para visitar el vecindario del Sr. Ido, so pretexto de entregar a éste y a su familia alguna ayuda. A medida que iba adentrándose en aquel lugar, Jacinta fijaba su mirada en cada uno de los chicos que iba encontrando en su camino. Todos se hallaban en condiciones paupérrimas de higiene y cuidado. Pero su corazón le formulaba la siguiente pregunta: ¿estaría, entre esos niños, la sangre de su marido? Una vez llegadas a la casa de Don Ido y conversando con éste, sorpresivamente apareció un niño con toda su carita pintada de negro y en un estado que revelaba estar abandonado y descuidado. Era él: el Pituso. Jacinta quedo atónita, sin palabras y aliento. Sintió pena. La inocencia de ese niño, se veía opacada por el pecado, pecado cometido por su señor esposo. La señora de Santa Cruz, siendo espectadora de esta realidad, manifestó su deseo de hablar con el señor Izquierdo pero éste no se hallaba presente en el momento. Sin duda alguna, lo haría posteriormente.
Veinticuatro horas más tarde, Jacinta se dirigió para hablar con Don José Izquierdo. Se presentó ante él e inmediatamente preguntó por el Pituso. El cariño hacia ese nene estaba floreciendo en su corazón. Se aproximó Pituso, ahora con su cara lavada, hacia su tío y fue en ese instante que Jacinta pudo apreciar con detenimiento la carita de aquella criatura. De manera inmediata se le representó un parecido a Juanito Santa Cruz, pero rápidamente se desvaneció. Sentía una contradicción en su corazón: quería y no quería que se pareciera a su esposo; alegría y desaliento se entremezclaban. El niño se sentó en el regazo de su tío y nuevamente Jacinta lo apreció. Y el parecido volvió a resurgir. Cuanto más lo miraba, más se parecía ¿Sería producto de su imaginación? El nene, a pedido de Don José, se allegó a la señora para darle un beso en la mejilla. Los ojos que vio ese día Jacinta, jamás habían sido vistos en su vida; eran de una dulzura e inocencia magnífica. El Pituso, como todo niño en un principio, se hallaba cohibido. Para alejar esa sensación del niño, Jacinta se aproximó a él con palabras graciosas y obtuvo como resultado una sonrisa. Nuevamente su corazón se volvió a sobresaltar, pero esta vez para bien: su amado esposo, su querido Juanito y ese niñito eran dos gotas de agua. Estaba convencida, tenía delante de ella la versión en miniatura del ser que más amaba en su vida. Sentó al niño en sus rodillas, dejando de lado el desconsuelo para dar lugar al amor que comenzaba a brotar en su corazón por esa personita. Acto seguido, manifestó a Don Izquierdo su anhelo de llevárselo.
El hombre quedó asombrado ante el pedido de aquella mujer pero, propio de su ingenio, deseaba sacar provecho a la situación. Jacinta le amenazó con hablarle a su esposo, el cual reconocería al niño y se lo exigiría a la Justicia debido a que su madre lo había abandonado. Jacinta se despidió con esperanza de volver y de cumplir con su afán.
Con la ayuda de Guillermina, la esposa de Juanito pudo cumplir con su deseo después de una larga negociación con Don Izquierdo. El Pituso era de ella, su alegría era enorme. El sueño de ser madre se estaba haciendo realidad. Y más contenta aún, por ser la madre adoptiva del hijo de su esposo. Sentía gran anhelo de contárselo a Juanito pero sólo le adelantó que pronto iban a tener un niño sin darle mayores detalles. Su esposo se hallaba confundido.
A esa instancia, el niño había sido colocado en la casa de su hermana hasta que pudiese ser llevado al hogar de la familia Santa Cruz.
El 24 de diciembre Jacinta le contó a su suegra, Barbarita, lo que estaba ocurriendo. La señora manifestó sus dudas, exigiéndole pruebas por parecerle toda la situación una fantasía. La única prueba que podía ofrecerle su nuera era el parecido. Fue así, que a los pocos días, Jacinta y Barbarita visitaron al niño en la casa donde se encontraba. En Barbarita se dibujó la expresión maravillada de quien ve por primera vez a su nieto: fue muy amable y cariñosa. Jacinta se puso celosa por ello pero sabía que el Pituso la prefería, ya que era a la única persona que le hacía caso. La figura maternal comenzaba a acentuarse.
Cada vez faltaba menos para que su vida fuera perfecta. Sólo restaba darle la noticia a su marido. Pero las cosas no salieron como lo esperaba: Barbarita le contó a su esposo —Don Baldomero Santa Cruz— y éste le contó a su hijo Juanito.
Jacinta sentía muchos nervios y esperaba ansiosamente una respuesta favorable y fructífera pero no se dio así. Según Juanito, Jacinta había sido engañada por José Izquierdo. Estas palabras volvieron a sobresaltar el corazón de aquella mujer. Esa idea era inconcebible, el Pituso era hijo de su esposo; ella quería que fuese de esa manera y tenía que serlo de esa manera.
Juanito le contó que ese niño era hijo de la hijastra de Don Izquierdo. Y efectivamente, Fortunata tuvo un hijo del Sr. Santa Cruz pero no se hallaba más en este mundo porque había fallecido de una enfermedad a falta de cuidado. Esto fue al año de estar casados; Juanito mismo le había comprado el ataúd.
A Jacinta le costaba creer. No quería reconocer su error. Pensó en el Pituso, en el parecido de éste con su esposo. Según Juanito, todo ello era producto de una ilusión subjetiva e imparcial. No fue mucho el tiempo transcurrido hasta que Juanito y el Pituso estuvieron frente a frente. Y entre los presentes, se llegó a la misma conclusión: no existía tal parecido. Fue así que todos, incluso Barbarita, aconsejaron no traer al niño a la casa sino alojarlo en un hospicio.
Pero Jacinta sentía que el Pituso era suyo y no lo abandonaría. De nuevo la invadió la tristeza de sentirse culpable por no poder traer al mundo un niño. Nada de esto hubiese pasado si ella hubiese quedado embarazada
La amargura y tristeza que Jacinta sintió al enterarse de la existencia de este niño se convirtieron en cariño y amor cuando se le representó la idea de poder ser su madre. Pero al no ser este niño el que ella consideraba, la amargura y la tristeza volvieron. Un ciclo de emociones fue lo que sintió Jacinta ante el Pituso.
María José Sanchez (21)
Estudiante de Derecho
Majo87can@hotmail.com