Radiohead

Por Trinidad Vega Olmos.

La calle era un mar de papeles. La gente se movía rápido. Muchos buscaban desesperados entradas de reventa. Las voces megafónicas se impacientaban: “¡Sólo los que tienen entrada, con entrada en mano!”. En ese momento el papelito amarillo era lo más preciado, era la admisión a un acontecimiento que ya olía especial.

Casi era hora. Adentro, el vasto público esperaba tranquilo, conversando, alegre, pero turnando la mirada entre escenario y reloj.

De repente, oscuridad.

Un grito unánime y frenético cubrió la atmósfera. El momento tan esperado por tantos, tan esperado por 20 años, había llegado. Se prendieron las luces del imponente escenario. La disposición era perfecta, avasallante. Colgaban del techo tubos como estalactitas. Tubos que producían luz, que cambiaban de color, que generaban efectos. Cuando salieron los músicos, el grito unánime se intensificó. Comenzaba el show.

El recital fue, desde ese momento hasta el final dos horas y media más tarde, un deleite absoluto. El clima era perfecto, la noche estaba estrellada: casi un cliché. La música realmente inducía un estado de paz, de trascendencia, que superaba totalmente cualquier expectativa. Los juegos de luces del escenario, las pantallas con los primeros planos de los músicos… todo encajaba de manera mágica.

La banda llevó al público por un recorrido a través de toda su historia, toda su evolución. Alternaba canciones melancólicas con sonidos estridentes. De una suave y serena, a una que parecía más bien de festival de música electrónica. Pero todo tenía una coherencia intrínseca tal que era pura armonía. Uno nunca olvidaba lo que estaba viendo. Nunca dejaba de ser Radiohead.

La gente sabía dónde estaba. Entendía el desarrollo del recital, reconocía las épocas y los estilos, tan diversos y tan uniformes, del conjunto.  Era un público atento, fiel y conocedor, que aceptaba cada acorde con placidez. Un público pulido que se regocijaba en la precisión de la banda, en cada detalle, en cada efecto reproducido con prolijidad británica. Para cada uno, no había nadie más que los artistas en el escenario. Cada uno estaba inmerso en una experiencia personal, estaba solo en medio de la masa frenética, embriagada de música.

Tres veces los arrastraron de vuelta al escenario: nadie estaba dispuesto a resignar semejante goce. La última vez, la banda entregó un emblema: Creep. Un sello, una estampa de calidad. Hizo cantar a todos los que estaban ahí, conocedores y no tanto. Al final, el clásico. Al final, la firma. Después de todo, cien por ciento Radiohead.

Trinidad Vega Olmos
Estudiante de Comunicación Social
22 años