Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes. Amores en tiempos de vida y muerte

Por Estefanía Servian.

Él estaba perdidamente enamorado. Enamoradísimo. Solo así puede explicase la forma en la que hablaba de ella, aunque, según él, todo el que la conocía debía amarla. Ella era su esposa y madre de sus hijos, quien al momento de morir a causa de una enfermedad provocó, curiosamente, la enfermedad de su marido. ¿Cómo puede afectarnos el amor a tal punto que, si el ser amado se va, parece que la vida se acaba? ¿Cómo vivimos la vida cuando sabemos que quien nos ama está tan cerca? En su novela, Miguel Delibes muestra varias formas (y distintas, también) del amor: por un lado, amor a los vivos y entre vivos; por el otro, amor por los muertos, si es que existe.
Pocas veces leí una descripción tan bonita como la que Evelio Estefanía hace de la esposa del narrador: “una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”. Hermoso. ¿Quién no quisiera que dijeran algo así de uno? Todos, porque todos queremos que nos amen y amor es lo que principalmente se huele en esas palabras. Este es quizás uno de los grandes errores del ser humano —o de casi todos, para no generalizar—: desear que lo quieran, muchas veces, nada más que para sentirse querido.
El amor y la seguridad, en la mayoría de los casos, van de la mano. También la libertad. Así podría decirse que el ser que es amado es seguro y libre. Sin embargo, este juicio que parece tan certero falla en el personaje que narra la historia. Se percibe que si bien su esposa lo amaba mucho, él no era ni seguro de sí ni libre. Ella no le aligeraba la vida, nada más se la simplifica: le elegía los adornos, la ropa, le prepara el atelier para pintar… Así, frente a tanta comodidad,  se volvía cada vez más inseguro por esa falta de responsabilidad para con la vida. Todo ese amor que ella le tenía (no hay dudas de que ella hacía todo aquello porque lo amaba) hacía que él se pierda, porque él no se perdió cuando ella le faltó sino que ya estaba perdido mucho antes.
Ahora bien, esa dependencia notoria hacia su mujer no debe confundirse con la existencia de personas que sacan “lo mejor” de uno; personas que logran ver aquellas cosas que ni una sabe que tiene. Eso sí está bueno y debe aprovecharse, simplemente porque si estas personas tienen la bondad de hacernos notar aquello que hay de bueno e ignorábamos de nosotros mismos, seguramente sea porque esas personas nos tengan cariño.

En este orden de ideas, el amor debe construirse sobre la base de la igualdad y esta igualdad falta si una de las partes endiosa al ser amado —como ocurrió en esta historia—. En estos casos no puede hablarse de amor sino tan solo de una adoración y devoción inútil. Tan es así que, quizás, el narrador se convenció de que estaba casado con una mujer que le “aligeraba la pesadumbre de vivir” y, con su muerte, la vida se le volvió más pesada y más dura: una no vida.

Vale aclarar que cuando hablo del amor no me refiero solo al amor hacia una pareja, sino también al amor por la familia, por los amigos y por cualquier ser querido. Incluso, considero que pensar en el amor solamente desde la óptica de la pareja es reducirlo a la mínima expresión, es trivializarlo, pues el amor es un sentimiento de afecto, inclinación y entrega a alguien, y esto puede darse en el marco de muchas y distintas relaciones.

Con respecto al otro tema, la muerte, debo confesar que aún no tengo una postura muy firme, cuestión que, creo, se desliza sutilmente en la novela. Uno imagina al personaje del pintor sufriendo tras días y días en el hospital con la agonía de no saber qué ocurrirá con la vida de su mujer. Y con la suya. Ambas vidas parecen haberse vuelto una y la simbiosis no ha terminado bien: como no la pudo mantener con vida, él se va muriendo de a poco desde que descubre que su ella ya no es “ella”. Una postura un poco egoísta, ya que él no muere porque ella muere, sino porque no puede soportar que con la vida de ella se haya ido la suya. Parece un poco complicado de entender, pero es, a la vez, muy simple: él era quien era y como era porque la tenía a su lado, era su guía y dirección en la vida. Y ante la muerte se halla desolado. Mirando las cosas desde este punto de vista, hay que pensar que el amor no puede ser tan dependiente. Es lindo que parezca que congeniamos tan bien con alguien que nuestra vida cobra un sentido único desde el momento en que lo conocimos, pero, como todo, llevado al exceso no es algo bueno.
El amor no es celoso; o lo es y debería no serlo —apreciación que considero acertada aunque difícil de poner en práctica—. Los celos están vinculados con el miedo: ese temor a que la persona amada te abandone por otra persona mejor. Debería, en realidad, verse como el miedo real (que pocos admitirían): el miedo a que te abandonen y punto. Quizás uno deposita en el otro unas expectativas que, posiblemente, éste nunca llegue a cumplir, no porque no nos aprecie o porque exista otra persona por quien sí lo haría. No las cumpliría simplemente porque son nuestras expectativas: las de cada uno, y somos nosotros quienes tenemos el deber de realizarlas.
Entonces, el amor que no es celoso implica, nada más ni nada menos, que entregarse. Cuando la esposa asiste en su niñez a una misa no lograba entender al momento de la comunión cómo podía ser que la hostia se partiera en tantos pedazos; creía que se descuartizaba a Jesús con esa acción. Justamente eso es la entrega a los demás: compartir con mucha gente el amor que se tiene y entender que no nos quieren menos por querer a alguien más. Quien te quiere no te deja de querer; si esto ocurre, no te quería.
El narrador (pintor de profesión) tenía celos, a la vez absurdos y coherentes, por otro pintor: García Elvira, el que supo retratar a su esposa (a la del narrador) en un retrato muy bello, digno de envidia. Por supuesto, nuestro narrador lo envidiaba, pero más allá de los celos que sentía porque García Elvira pasaba tiempos eternos con su mujer, el narrador envidiaba, por sobre todo, el cuadro. Él mismo dice que siente celos por no haber podido pintarlo. Ahora bien, no creo que sea solo por el cuadro en sí, por las exposiciones y elogios de la crítica, sino que aquello que le dolió en el alma (y en el orgullo) fue que un desconocido haya sabido, con una precisión y belleza extremas, retratarla. Su mujer era ahora parte de los sueños de otro y él, que no necesitaba soñarla porque la tenía a diario, no podía ni acertar en un obsequio de cumpleaños.
Es ella —solo ella— la señora de rojo sobre fondo gris. La que los alegra en vida, angustiando hasta la depresión y desazón en la muerte (en la suya, claro). El retrato no solo pretende ser un fiel espejo de ella sino que va más allá: ese cuadro permite ver su vida y el lugar que ocupa en la de los demás. La señora que viste de rojo, un color estridente y que encandila a los otros; esa mujer que, donde iba, causaba sensación. La bonita, la que hace las cosas bien, la que poseía una sabiduría que no le habían impartido en ninguna universidad del mundo. Es el centro de la vida de su familia y el centro en las reuniones en las que participa. Así la refleja el cuadro: está dibujada en el medio. Por su parte, lo gris al final del cuadro es la sombra, la muerte, la tristeza. Y, casualmente, también es él. El marido que fue sombra hasta su muerte y que lo sigue siendo porque la ha perdido. En vida, fue una sombra: lo que estaba detrás de una mujer que brillaba por doquier. En la enfermedad, la seguía “a sol y a sombra”, le vigilaba el sueño, el insomnio y la poca vida que le quedaba. Leía lo que ella leía para entender lo que le pasaba. El poema sobre la agonía describe perfecta la situación de ambos: ella está en la agonía de esperar una muerte que no desea todavía y él agoniza por entender la situación. Se desespera esperando. De hecho, vio la sombra gris en su ojo el día que la sintió morir como así también la ve en los ojos del médico cuando le trasmite la triste noticia. Al morir, él es la sombra de lo que fue, ya no existe; su vida se apaga. Lo gris también puede simbolizar tristeza, oscuridad y eso deslucido que está por venir y la acecha desde atrás: la muerte. Sin ella en este mundo, todo es gris. O es gris el mundo y ella está en él para iluminarlo.
A veces nuestros seres amados, vivos o no, pueden convertirse (aunque solo para nosotros) en algo y no por ello los estamos cosificando. Pueden ser una tarde lluviosa, un libro divertido o una canción. En el caso de la esposa del narrador, tratándose de una mujer tan estética con un gusto impecable por las cosas bellas, no podía quedar inmortalizada más que en un cuadro como ése, en uno que es muy bello. En el caso del pintor, su esposa se convirtió, para siempre, en un cuadro hermosísimo… pintado por otro.
Más allá del amor a los demás, amar también incluye el propio amor. Él dice de ella que tiene un millar de virtudes y parece que la única que él posee es tenerla a ella. Ahí hay otro error: amor no es posesión del otro; al contrario, es saber que siendo libre uno lo elije a ese otro y es elegido. Su enfermedad es la convicción de que solo la tenía a ella y ha perdido todo, sin ver el valor de su propia vida. La adora tanto que su talento por la pintura se lo adjudica a ella. ¿Cuánto pueden influir otros en nuestra propia vida para que les regalamos el mérito que nos ganamos? Una cosa es ser agradecido y, otra muy distinta, ser un desprendido.
Un ejemplo de “amor libre” puede verse en el vínculo entre la esposa del pintor y su nieta. Pese a aferrarse mucho a la niña, es consciente de que un día va a crecer y ya no van a estar tanto tiempo juntas. Es natural para ella esto, no lo vive como un drama. Y así considero que deben sobrellevarse las cosas de la vida. Hay personas queridas que nos dejan, mas no solo porque se mueren. Existen distanciamientos naturales que no tienen por qué suponer una tragedia. En definitiva, ¡así es la vida!
Al final de la novela, él parece comprender y respetar la idea de que ella no quería vivir en este mundo si no era a su antojo. Y lo dice claramente:
“[…] Yo no soy capaz de imaginar a mamá con una máscara, babeando en un psiquiátrico o tullida durante el resto de su vida. Si la muerte es inevitable, ¿no habrá sido preferible así?”. [1]
Y, al decir “así”, quiere decir: “a pesar del dolor que me causa, de la sensación de abandono, de las ganas de morir”. “Así” es muy rápido, sin darle el tiempo para que se acostumbre a la idea de estar sin ella; “así” es respetar su decisión de no vivir si no puede vivir verdaderamente. En definitiva, el entendió que hubiese sido muy injusto para con ella rogarle que se quede en este mundo cuando ya no pertenece a él. De este modo deben entenderse, entonces, las vicisitudes de la vida: cuando pasan cosas feas que nos cuestan digerir o asimilar, deberíamos pensar “¿no es preferible así?”. Y si la respuesta es afirmativa, deberíamos no sufrir de más ni carcomernos la conciencia por aquello que no podemos modificar. Dios sabe por qué hace las cosas.
Quien narra la historia resume perfectamente la sensación de angustia ante la muerte de un ser amado. Él dice:
“[…][E]s ahora, a cosa pasada, cuando deploro mi mezquindad. Es algo que suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, lo necesarios que te eran. Cuando alguien imprescindible se va de tu lado, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales. Ensimismado en su tarea, uno cree, sobre todo si es artista, que los demás le deben acatamiento, se erige en ombligo del mundo y desestima la contribución ajena. Pero, un día adviertes que aquel que te ayudó a ser quien eres se ha ido de tu lado y, entonces, te dueles inútilmente de tu ingratitud. Tal vez las cosas no puedan ser de otra manera, pero resulta difícilmente tolerable. La imposibilidad de poder replantearte el pasado y rectificarlo, es una de las limitaciones más crueles de la condición humana. La vida sería más llevadera si dispusiéramos de una segunda oportunidad” [2].

Cada uno debería tomar conciencia de esto en lo cotidiano, para así evitar sentimientos de culpa excesivos y sufrimientos eternos. A decir verdad, nunca es suficiente todo lo que compartimos con quienes amamos. ¿Cuántas cosas que no dijimos querríamos decir hoy? ¿Cuántas cosas que no les quisimos contar en su momento correríamos a contarles dichosos ahora? ¡Miles! Recordarlos día a día es una linda forma de que estén. Los que se han ido continúan amando y acompañando más allá de las distancias (aunque es innegable que desearíamos que estuvieran también físicamente). Una segunda oportunidad… Antes que eso, ¿no es mejor tratar de actuar bien la primera vez?
Ante el dolor, uno puede perder las ganas, la voluntad de hacer cosas; puede preferir llorar a mares que pasear para despejarse, pero nunca puede pensar que la muerte de otro puede causar la propia. Uno puede sentir que se muere pero jamás puede creer efectivamente que se pueda llegar a morir porque ama a quien ha muerto. El que nos quiere nos desea lo mejor en esta vida y sería muy injusto para con ellos que por alguna razón han dejado este mundo, lanzarnos al vacío de la depresión. Nadie se muere de amor, por más lindo, hasta poético, que así parezca, ¿no?

[1] Miguel Delibes, Señora de rojo sobre fondo gris.
[2] Íbidem

 

Estefanía Servian (23)
Estudiante de Derecho