Por Santiago Legarre.
Para describir Les Miserables, el libro con el que empecé el 2010, tendría que inventar una nueva categoría: el Masters 2000; pues ronda las 1900 páginas, en dos hermosos tomos en francés, que compré en la librería Frick, en Viena. Les Mis fue, igual que El Conde de Monte-Cristo, una recomendación de Santi Castro Videla; acertadísima: fue tanto lo que me gustó. De todas sus muchas dimensiones me quedo con una: la historia de amor de Cosette y Marius (que tiene paralelismos con la de Mercedes y Edmundo; y con la de Maximiliano y Valentina, ambas de El Conde). Por lo demás, hay tanta sabiduría práctica en Les Miserables que… mejor leerlo. Para lo cual, fabriqué una pequeña guía, con referencias a las extensas digresiones que más de uno preferirá saltear (y la circulé por la lista de Nicky).
Me llevó tres meses leer Les Miserables. Por su extensión creo que vale por dos (largos). En el medio, y preocupado por mantener la marca de 14 libros de los últimos dos años, intercalé, por sugerencia de mamá, Bartleby, the Scrivener, la novella de Herman Melville, el autor de Moby Dick. Me pareció muy genial, y genialmente escrita; también me pareció muy desconcertante.
Luego vino el gran golpe del año: Anna Karenina. Como había hecho ya en dos ocasiones con Dostoevski, apelé a la traducción al inglés de Constance Garnett de la colección Barnes & Noble. Gran acierto, pues tiene una voz propia (aunque esta no sea exactamente la del gran Fyodor). En los meses siguientes a terminar esta larga novela no me cansé de repetir a quien lo quisiera escuchar: “Es el mejor libro que leí en mi vida”. Más allá de la exageración y, sobre todo, de la indemostrabilidad e imposibilidad de un juicio tal, Anna me influyó de una manera notable, tal vez sin precedentes. La cité en charlas y hasta la puse en el título de un artículo académico. En otro orden, no pude evitar comparar la pluma de Tolstoi con la de Fedor. Encontré la prosa de León en Anna más concisa que la de Fedor; y la trama, más ordenada, más perfecta.
Dos meses me llevó acabar AK, aunque habría preferido que no acabase nunca, pues me enamoré de esa mujer de pelo negro, que con su seducción inundaba las salas en las que la entraba y que con su compasión generaba la mía. ¡Cómo habré llorado su desgraciada muerte! Pues bien, dos meses, decía; y, aplicando otra vez la técnica del contrapaso, después de este esfuerzo de lectura prolongado —en el cual en realidad esfuerzo no hubo alguno— opté por algo corto, que había asignado para el Taller de Escritura de la UCA: Trafalgar, seguramente el libro más famoso de don Benito Pérez Galdós en Argentina, pues mucha gente lo ha leído en la escuela. Fue, lejos, la novela de Galdós que me gustó menos; así y todo, me sacó alguna lágrima.
Siguiendo con lecturas para el Taller, y con literatura de pocas páginas, me lancé de nuevo con Pedro Antonio de Alarcón y su famosísimo Sombrero de Tres Picos, el más breve de sus tres libros que he leído, el más cautivador (¡la palabra “atrapante” no existe!) y el más ingenioso. Un éxito total entre los estudiantes de la UCA. Y una jugosa moraleja. Igual me quedo con El Escándalo.
Fue entonces el turno de mi predilecto Juan Valera —otro prohombre adoptado por el Taller de Escritura—. Nunca desde Pepita Jiménez lo había vuelto a visitar. Esta vez agarré Juanita la Larga —más simple y menos logrado que Pepita, pero con una trama de una fuerza más contundente—: la historia de un hombre de 52 años que tiene un amor aparentemente imposible por una chica 30 años más joven que él, tiene su colmo de inverosimilitud en la reacción eventualmente favorable de Juanita. Un must para sumar a la lista de relatos de amores inverosímiles: ya se ve que la inverosimilitud es relativa.
Cuando a raíz de una conversación crucial que tuvimos con el prof. Víctor García Ruiz (en algún lugar del centro de Inglaterra que no logro recordar) me propuse leer todo lo que él me había recomendado aquel día, no supe que me llevaría tres años cumplir con ese propósito. Y cumplí leyendo “algo de Iris Murdoch”, como me dijo él aquella vez. La concreción se la debo a Peter Damian-Grint, que me sugirió Under the Net, a la sazón la primera novela de una carrera prolífica y exitosa. Me hizo acordar a algunas novelas cómicas de Evelyn Waugh y, más todavía, al estilo brillante de The Catcher in the Rye. No es mi tipo de literatura, pero supe reconocer rápidamente la pluma de una genia. No casualmente, me enteré de la vida de Iris en la película con Judi Dench y Kate Winslet, que aproveché para ver en un avión mientras leía el libro. Todavía me acordaba de cuando se había estrenado en el cine, en mis primeros años de Oxford.
Por dulce presión de Astrid E. Clausen me decidí a leer un libro que ella misma me había regalado para mi cumpleaños de 40: Plays Pleasant, de Bernard Shaw. Fue impactante: las cuatro obras de teatro no es que se dejen leer sino que son de lectura irresistible, como un tobogán y la fuerza de la gravedad. El sentido y la moraleja, siempre escondidos para mí, en un mar de sutilezas e inglesidades. Cada tanto emerge un misil, como la historia de Napoleón en Lodi y su explicación del miedo y la necesidad. (La cité varias veces en charlas e incluso en clases de doctorado.) La forma es de una belleza concisa, típicamente británica. Un mago de la lengua, si es que lo puede decir un argentino. (En todo caso, y aunque hipotéticamente fuera yo inglés, ¿quién sería para decir si GBS es o no un maestro?)
El Cortázar de este año fue muy breve y muy genial: Historias de Cronopios y de Famas. La genialidad se me perdió en la mitad de los relatos, creo, pues andaba bastante distraído. Igual bastaron un par de botones de muestra para volverme loco. De amor por mi literato argentino favorito. En el Taller, los participantes escribieron bellas páginas, en una experiencia que podríamos repetir el año próximo con Bestiario.
Más castellano, y más para el Taller: Miau, otra de BPG: su quinta novela en mi haber, la más sombría y lúgubre. Belleza de la prosa, destacando; en especial, puntualidad. Luego la leyó también Marcela Castro Videla y a ella le encantó.
La Montálvez, marcó mi regreso a José M. de Pereda luego de muchos años: desde que había intentado leer este mismo libro, sin éxito, en versión de “Obras Completas”. Este nuevo intento, con cierto esfuerzo, llegó a término, y dio gran fruto. También en el Taller, donde gustó especialmente el final, totalmente inesperado para mí. El Padre Gerardo, que también lo leyó este año, ve en el final la idea cristiana de la víctima inocente. Yo me quedo con la idea de que esta es la novela moralmente más jugada del autor. Todo relatado con delicadeza y pudor extremos; pero nada puede ocultar que se ha metido con el más oscuro de los problemas de la época en torno del matrimonio: y lo hizo con gran valentía y acierto, per aspera ad astra. Si me lo permite el gran maestro.
Oliver Twist, mi cuarta lectura en inglés de este año de menos inglés que otros. Me costó bastante de a ratos; y creo que se nota que Dickens todavía estaba verde en esta su primera novela, pues es muy larga por momentos (“wordy”, como me enseñó a decir Paul Yowell). Y el inglés es menos pulido que el de David Copperfield. Sin embargo, el libro tiene pasajes de una emoción inigualable. Constituye un magnífico Tratado sobre la Gratitud: en un mundo en que casi nadie es agradecido, la historia de un chico que se larga a llorar cuando las circunstancias de la vida le impiden darle gracias a sus benefactores. Inefable.
The Picture of Dorian Gray es subversión pura. En la superficie: sexual —como subraya la escandalosa versión cinematográfica reciente con Ben Barnes y Colin Firth—; en lo profundo: subversión estética. El libro, mediante una trama casi anecdótica (aunque de él, la trama es casi lo único que se sabe o recuerda: esa historia del retrato hechizado), lleva hasta las últimas consecuencias el ideal de la vie boheme. Y muestra también cuáles son las dramáticas últimas consecuencias de llevar el amor por la belleza —y por la belleza propia— hasta las últimas consecuencias. Arte, sexo, sangre, y un conjunto de desvaríos exóticos y esotéricos sacados de la galera de Oscar Wilde, se dan cita en un libro no apto para menores de 80 años. (A lo mejor, diciendo esto, logro que alguien lo lea y se encuentre con la calamidad encarnada, que es a veces un buen camino hacia la santidad.)
Joaquín Jasminoy me regaló a fin del 2009 una novela, póstuma, de Albert Camus: El primer hombre. (Después supe que la recomendación llegó a partir del consejo de un desconocido pasajero del tren Mitre.) En general, no me dejo guiar por los regalos y suelo aferrarme celosamente a mi agenda de lectura. Pero en casos de insistencia, sumada a un gran respeto, hago excepción. Como mi mismo benefactor me había adelantado, encontré en este libro belleza y sabrosura. Es lento a más no poder y apenas si tiene una trama (y apenas si fue terminado por el autor). Pero vale la pena.
Santiago Legarre (43)
Lector del siglo XIX