Secretos de una dama

Por Daniela Mazza.

¿Qué tan cruel pude haber sido? ¿Qué triste envidia me llevó a mortificar hasta el cansancio sus corazones? Quizá, mi corazón no soportó que otros lograsen lo que él no pudo.
Como embebida de venganza, volqué mi angustia en sus vidas. Me empeñé en hacer sus días más pesados y sus noches largas y solitarias como las mías. Traté de convencerla a ella de dejar este poblado, de apaciguar su amor, de que se olvidara de quien la amaba tanto; pretendí en vano, que él hiciese lo mismo.
Dediqué tardes enteras a lograrlo y, en cuanto veía que sus miradas se encontraban otra vez, un nuevo artilugio se me ocurría para separarlas. Ellos, cerca o lejos, tristes y angustiados, seguían amándose en silencio.
Primero, intenté amedrentarla. Convencí a todo ser viviente de este pueblo de que su naturaleza era impura, de que sus intenciones eran indecorosas; tanto, que no le quedó otra opción que refugiarse en su casa, lejos de las miradas de los otros. Pero al ver que ella iba cambiando su actitud osada y despreocupada por otra más recatada y digna de respeto, decidí que era mejor tenerla cerca de mí, observarla y, entre tanto, impedir que él se le siguiera acercando. Ocupé su tiempo en lecturas tediosas y largas, de viejos libros que encontraba en mi biblioteca. Ni un minuto le sobraba para verlo.
Disimulando, y para no privar de éxito mi plan, jamás le confesé que sabía todo lo que su corazón sentía hacia mi padre, hasta hice que se retorciera creyendo ilusamente que me engañaba.
Dicha empresa era de casi imposible realización. Por más esfuerzo que empeñara en ella, nunca dejé de ver en sus ojos ese brillo al mirarse. Por más distancia que dibujara entre sus cuerpos, en el fondo nada cambiaría.
Al tenerla más cerca, en silencio, empecé a comprenderla. Yo también, en mi juventud, me había enamorado de un hombre de mayor edad que me había deslumbrado. Su forma de hablar, su andar despacio y firme, su perfume… habían hecho que perdiera la razón y anduviera todo el tiempo imaginándome cuanta historia podía.
Él había correspondido a mi sentir de igual forma. Me asechó por los lugares donde solía ir, apareciéndose casualmente por todos lados. Y, como dice el dicho, “tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”: no pude negarme más y una tarde dejé que sus manos lograsen alcanzarme.
Recuerdo aquella tarde en su barco en la que navegábamos sin que nadie lo supiese. Yo no podía dejar de contemplarlo; se me estremecía el alma cada vez que lo miraba. El corazón se me agitaba latiendo rápidamente cada vez que su mano tocaba la mía.
Él era serio y de pocas palabras. Parecía que nada era capaz de hacer sucumbir su espíritu; de vez en cuando me miraba y reía entre dientes. Era un doctor en leyes que había logrado ya su puesto en el Consejo. Modestamente adinerado, atendía las necesidades de su hijo y de su esposa, religiosamente. No dejaba que nada les faltase.
A pesar de saber que él no era un hombre libre, fui feliz aquella tarde al encontrarme entre sus grandes brazos, bajo su mirada protectora; tanto, que olvidé, solo en aquél entonces, lo que dirían todos de mi persona si lo supiesen. Las comadronas se regocijarían en las tardes contándole a cuanta persona pasara por delante de ellas lo que había ocurrido: la hija de tan respetable hombre, de andazas por los rincones con aquel hombre de letras que la había hechizado.
Fue tanto el temor de que eso sucediera que, negándome a sus pedidos, un día lo dejé partir.  Sabrá Dios qué habrá sido de su vida. Quizá, marchándose a un pueblo vecino, encontró otra mujer que le diera todo aquello que yo no supe darle.
Aún hoy, que ha pasado tanto tiempo desde aquel entonces, no logro olvidarlo. A veces imagino, en silencio, mientras mi esposo duerme por las tardes, cómo hubiese sido mi vida si, en vez de haber sentido miedo por lo que dijera la gente de mí, me hubiese lanzado por las calles a gritar cuánto lo amaba. Talvez él hubiese dejado a su esposa y hubiese tenido otros tantos hijos más a mi lado. Pasearíamos por París, Madrid, Bolonia, Milán o quién sabe dónde, felices, sonrientes e indiferentes a las miradas prejuiciosas.
Como es obvio ya a estas instancias, eso nunca pasó. Lo único que pasó sin tregua fue el tiempo. Me convertí en la esposa de Don Álvaro (acaudalado hombre de negocios) y olvidé quién era yo entonces. Dejé atrás la inocencia, la ternura y las ilusiones que tenía, transformándome en esta dama amarga y terca en la  que me he convertido.
Seguramente por ello, al ver a mi padre y a Juanita tan enamorados, tan impacientes por estar juntos, tan poco interesados por lo que podría pasarles si todos en este pueblo lo supiesen, me sentí más desgraciada que nunca. No pude más que compararme con ella, y estallé en furia. Si yo no había podido entregarme a aquel hombre, ella menos podría hacerlo con mi padre. Pero el amor y el destino suelen tener sus propias reglas, las cuales yo, como es obvio, no pude cambiar.
Una mañana, al despertarme y oír que mi padre se había marchado al ver a su amada besándose con Don Andrés, el corazón se me aflojó. Yo, que había convencido a Don Andrés de hacer semejante cosa a fin de que mi padre por fin desistiera de esposar a Juanita, quedé pasmada. Jamás creí que el amor que él le tenía fuera tan grande como para hacerle perder el juicio y huir de este lugar.
Supuse que el corazón se le había resquebrajado en mil partes y, sin saber dónde ocultarse, había salido por la noche a fin de que las sombras lo cobijaran.
¡Qué dolor tan hondo sentí entonces! El frío, el hambre y la angustia que él pudiera padecer vagabundeando me hicieron comprender qué tan grande había sido mi egoísmo y hasta dónde mi error era reprochable.
Gracias a Dios, no pasó mucho tiempo para que volviera al poblado sano y salvo. Fue entonces cuando decidí reconfortarlo, confesándole que él y Juanita tenían mi bendición para casarse y que todo había sido un engaño de mi parte que, por despecho a lo que a mí me había ocurrido con aquel hombre de leyes, había ideado para que su amor por Juanita sucumbiese.
Pasé unos días practicando la manera de decírselo. Aclaro: nunca he sido buena para reconocer errores, más bien siempre preferí ocultarlos y dejar que mi conciencia los olvidara por completo.
Una tarde, como de costumbre, vino Juanita a mi casa a pasar conmigo el rato leyendo y conversando de las lecturas a las cuales ambas ya nos habíamos acostumbrado. Desde el instante en que llegó, no hice más que idear la forma de disculparme y ofrecerle mi ayuda, pero antes de que yo encontrase la forma, un pedido de ella distrajo mis pensamientos. Explicándome todo en el camino rápidamente, me llevó de prisa hacia su casa, y entre regaños a Don Andrés, la escuché confesar su amor por mi padre.
Don Andrés, cumpliendo con mi pedido, la andaba cortejando a escondidas. Juanita, cansada de ser asechada por él, muy segura y firme, comenzó a golpearlo hasta que la idea se le salió de la mente. Claro está, yo estaba escondida en la alcoba observando todo, y otra vez el remordimiento me encontró. Sabía bien que también eran culpa mía aquellos golpes que Don Andrés estaba padeciendo.
Ella sabía que yo me encontraba oculta, como me había pedido, escuchando todo lo que le decía a Don Andrés. Dedujo entonces, Juanita, que a la vez que lo regañaba a él por su poco honroso comportamiento, me confesaba a mí los sentimientos hacia mi padre.
Supuse que había estado pensando e ideando mucho la forma de decirme todo aquello y que ésta había sido la forma menos penosa que había encontrado para hacerlo.
Yo, que también había estado tratando de decirle que estaba ya enterada de todo y que me complacía la idea de verla convertida en esposa de mi padre, salí de dónde estaba oculta y, aunque con un gesto de sorpresa poco crédulo de mi parte, terminé al fin por confesarle mi contento.
A decir verdad, a pesar de mi empatía con su historia, que como ya confesé, me hacía identificarme con ella, admiré la valentía que había tenido ante todo. Ojalá aquel demonio que la poseyó en el momento en que golpeó a Don Andrés y me confesó sus sentimientos hacia mi padre —si es que estaba poseída—, hubiese hecho lo mismo conmigo años atrás.
Lo cierto es que ello nunca sucedió; y hoy asisto a la boda de quienes conté, con mi ilustre marido que, aunque distinguido entre la gente, no logra distinguirse, por así decirlo, en mi corazón.

Doña Inés de Roldán

Daniela Mazza (22)
Estudiante de Derecho
danielamazza88@hotmail.com