Por Alejo Ameijeiras.
Todos los días, hombres y mujeres —gustosos o no— salen a trabajar. El fin inmediato es llevar el pan de cada día a sus hogares. Es indiscutible entonces que las personas no pueden prescindir de lo material, pero el problema radica en distinguir lo necesario de lo abundante, y en qué medida afecta lo segundo si no se logra. (Si lo que tenés te parece insuficiente, aunque poseas el mundo entero, todavía te sentirás en la miseria.)
¿Es el dinero fuente renovable de nuestra felicidad?; ¿llena de regocijo el darse uno todos los gustos mientras otros a “nuestras espaldas” mueren de hambre?; ¿puede alguien ser feliz con un patrimonio que sólo comprende: la vestimenta diaria, unas pocas monedas y un noble corazón? La obra Misericordia, de Benito Pérez Galdós, invita al lector a reflexionar acerca de esta cuestión, a través de un fervoroso y descriptivo relato que por momentos conmueve el corazón.
Benina, personaje principal de la obra, es una criada vivaz y ágil (aunque carga con tres cuartos de siglo en su espalda) que no pierde un instante en hacer lo necesario para que su patrona tenga comida en el plato a diario. Cuando digo “necesario”, me refiero a que Benina sale a mendigar, o por el contrario, a endeudarse con los mercaderes que le fían; todo esto con estricto ocultamiento a su patrona, Doña Francisca, de quien más adelante les relataré. Benina, de comienzo a fin, se muestra solidaria y compasiva, sumisa a la voluntad divina. Lo que acontece —grato o no— es para ella obra de Dios y de tal modo afronta las cosas de modo positivo: «Sea lo que Dios quiera. Cuando vuelva a casa diré la verdad; y si la señora está viva para cuando yo llegue y no quiere creerme, que no me crea; y si se enfada, que se enfade; y si me despide, que me despida; y si me muero, que me muera».
La compasión es el motor que impulsa el accionar de la protagonista, porque su patrona (mejor perderla que encontrarla) poco puede colaborar más que en quejarse del reuma y de su desdichada suerte. A pesar de todo, para Benina, Doña Francisca es como su hermana. Bajo ninguna circunstancia va a dejarla a la deriva: siempre busca satisfacerla plenamente.
Junto a su fiel amigo, el ciego Almudena, transcurre gran parte de la obra. Tampoco encuentra Benina descanso ayudando al pobre, por eso su constante compasión —carente de rédito y provecho— termina por confundirlo y despierta en él el amor. Por el contrario, Doña Francisca entiende que su asistente debe servirla porque es su obligación.
Tener la conciencia limpia es el mayor tesoro y fortuna que Benina puede poseer y no cabe duda que la bondad es la única inversión que nunca quebrará en ella. Así lo demuestra Benina en sus acciones:
Y sin darle tiempo a formular nuevas protestas y negativas, le cogió la mano, le puso en ella la moneda, cerrole el puño a la fuerza, y se alejó corriendo. Ponte no hizo ademán de devolverle el dinero, ni de arrojarlo. Quedose parado y mudo; contempló a la Benina como a visión que se desvanece en un rayo de luz, y conservando en su mano izquierda la peseta, con la derecha sacó el pañuelo y se limpió los ojos, que le lloraban horrorosamente. Lloraba de irritación oftálmica senil, y también de alegría, de admiración, de gratitud.
De más está decir que la protagonista no es “santa” ni mucho menos; es una simple mortal de carne y hueso, cuyas virtudes (si bien elogiables) son palpables e imitables por cualquiera. Todo radica en que ella sabe encontrar su felicidad en ayudar al prójimo desinteresadamente, sin esperar nada a cambio, dejando de lado las efímeras posibilidades de alcanzar riquezas materiales que de nada sirven, a fin de cuentas, si a uno no lo hacen feliz. Ya lo advirtió Aristóteles enseñándonos que solamente haciendo el bien se puede realmente ser feliz.
La obra concluye con un frenesí paradojal: por un lado, una serie de acontecimientos desafortunados (Benina es encarcelada por mendigar) privan a la protagonista por unos días de su hogar y libertad; por otro, Doña Francisca recibe una herencia de un familiar fallecido que la coloca en una inmejorable situación económica.
Simultáneamente, la nuera de Doña Paca, déspota por naturaleza, ante la ausencia de Benina, irrumpe en la vida de la anciana y gerencia todas sus actividades –cual jefa–, administrando la herencia. Ya es tarde cuando Benina logra su libertad, quien encuentra al llegar su nuevo hogar: la calle.
Finalmente, vemos las dos caras de la moneda: la infeliz anciana no encuentra la felicidad en sus riquezas; por contrario, Benina, en su humilde pobreza, la alcanza plenamente ayudando a su inseparable compañero Almudena.
“No todo lo que reluce es oro, ni todo lo que anda errante está perdido”, dice la frase proverbial. El mensaje del autor de “Misericordia” es que no hay que prejuzgar a las personas por su apariencia porque estas muchas veces engañan. Lo verdaderamente importante del otro es lo que piensa, siente y hace; no la cuantía de lo que posee. La felicidad es interior, no exterior; por lo tanto, no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos.
Alejo Ameijeiras (23)
Estudiante de Abogacía
ale_ameijeiras@hotmail.com