Amarrados

Por Belén Ferrari.

Una mano fina le acariciaba el pelo y se deslizaba por sus mejillas rozándolas con  un movimiento suave hacia arriba y abajo. Descendía hasta el cuello con dedos que caminaban al estilo de un cangrejo, y él sentía las cosquillas que esos pasos le provocaban. Elevaba sus ojos para encontrar su mirada y en un estado de contemplación imperturbable se adentraban en aquellos pasajes transparentes de la intimidad.  Luego, se inclinaba hacia delante y dejaba caer sus labios delgados sobre su frente, los apoyaba en silencio y aguardaba unos minutos mientras apreciaba el calor de su cercanía.

Abrió los ojos y se disolvió el breve episodio de ensoñación, había convertido en un hábito o más bien en un pasatiempo sucumbirse en dolorosas fantasías. Al lado, el lugar estaba vacío, hacia varios meses que nadie lo ocupaba. Cada mañana deseaba mirarle a la cara y decirle cuanto la quería, cuanto la apreciaba, cuanto la necesitaba, pero sabía que no era una posibilidad factible. Extrañaba su tímida sonrisa, las arrugas que se dibujaban a sus extremos cuando contraía sus músculos risorios y su carcajada inusual como un chillido agudo que le daban ganas de reír.  Se acordaba de cómo ella tan enérgica e impaciente se despertaba saltándole encima y lo atacaba con un  cosquilleo incesante, especialmente en la región del abdomen donde era más sensible y vulnerable a sus juegos. Lo dejaba casi sin respirar, ahogándose dentro del temblor que dominaba su cuerpo, hasta que él apretaba la almohada contra su cara y se lanzaba encima para atraparla debajo de su peso. Sus maneras infantiles no lo despertaban más, solo unas sabanas vírgenes sin arrugas, sin pisar, frías como la sangre muerta, le recordaban su ausencia, su perdida infinita. Veinticinco anos juntos, para toda la vida  pactaron entre los dos, una promesa sobre la que trabajaron día a día, pero no calcularon los imprevistos, aquellos de los que la vida no puede prescindir. Cómo hubiera sabido que Elena sería victima de unas de las enfermedades mas destructivas que hoy se conocen, un cáncer de pulmón que poco a poco le había quitado el aire hasta cortarle en seco la respiración. En los últimos meses, su cuerpo solo no resistía, el oxígeno ingresaba por un respirador artificial, una solución momentánea mientras su sistema pulmonar terminaba de colapsar.

¿Y el que debía hacer? ¿Qué sentido tenía seguir arrastrándose por los años sin la persona que más lo hacía feliz? Sin su otra mitad que lo completaba, que lo hacía entero, que le transmitía esa alegría por vivir. No podía soportarlo mucho más tiempo, le atormentaba pensar en la soledad de sus pensamientos y el paquete de emociones envasadas que necesitaban abrirse. Estaba solo. Nunca lo había estado. Acostumbrado al ruido de voces en conversación, los movimientos, las pisadas, el abrir y cerrar de puertas, las canillas goteando, el teléfono que interrumpía el ambiente, los gritos que imitaban a Celine Dion en la ducha, era desesperante escuchar el eco de sus pasos en cada cuarto vacío.

Esos tiempos agitados formaban parte de un recuerdo, sus dos hijos se habían casado y vivían en las afueras de la ciudad en el barrio de Belgrano. Aún no habían llegado los nietos, y no creía que arribaran pronto ya que ninguno estaba lo suficientemente ordenado para criar un hijo. Lo visitaban esporádicamente, sin previo aviso, tocaban el timbre y lo sorprendían con su llegada. A él le confortaba su compañía, su relación siempre había sido muy fluida, y se congeniaban bien entre los tres. Desde el fallecimiento de Elena, sus encuentros se redujeron, la casa les despertaba una nostalgia furiosa por su madre y era entendible que necesitaran alejarse de un signo permanente de su ausencia. Fue justamente por eso que él decidió no venderla, vivir en la casa de Barrio Parque era la única manera de que ella siguiera viva, a través de los muebles, los cuadros, su ropa, sus fotografías, sus perfumes de Dior que él iba esparciendo por todos los ambientes para nunca dejar de olerla. Todavía no podía dejar de cocinar para los dos, en la mesa situaba dos platos, dos vasos, dos juegos de cubiertos, y le preparaba su comida preferida, lomo al horno con papas españolas, acompañado por un Malbec de las mejores bodegas. Notaba que Elena no tenía un gran apetito y para no desperdiciar comida, terminaba su porción y luego lo que Elena había dejado. Cuando estaba en el living, miraba las fotografías reposadas sobre la chimenea y con su dedo índice repasaba su figura, sentía su piel blanca y sedosa carnalizarse a través del tacto, luego le trazaba el pelo, mechas rubias y onduladas, el aroma a jazmín que solía desprenderse de ellas. A la noche, antes de acostarse, mantenía el ritual que había instaurado en los principios de su matrimonio, le recitaba un poema, aquellos de Bécquer le fascinaban, y luego se sonrojaba al imaginarse los elogios con los que loaba su don narrativo. Muchas veces, con la luz apagada y acostado en su cama, le contaba como había vivido el día, los relatos eran de un tinte melancólico, las personas y los hechos adquirían formas pesadas, como si fuesen obstáculos que entorpecían su camino. Ir a trabajar e interactuar con sus colegas era la peor pesadilla, “No quiero ir más Elena, me vuelven loco,  no tengo energías para eso”,  le lloraba. A Manuel, su intimo amigo, lo reprendía con la misma irritación, “Me llama siempre para preguntarme cómo estoy, me obliga a salir de casa a tomar aire en los bares de Palermo, ya le dije que no quiero, no se como más decirle”. “No te rías Elena, no es gracioso, ya me está limando la paciencia”. La noche anterior le había confesado su deseo de irse a vivir con ella, acá decía que estaba muy solo y ya nadie lo tenía presente, ni sus propios hijos, a nadie le molestaría su retirada.

Sonó el teléfono, atendió enseguida, no tanto por la intriga de conocer la identidad del  interlocutor sino para callar el sonido del aparato, el silencio era el único ruido que aún podía apreciar. Era Manuel, quería invitarlo a un almuerzo en el Jockey con su salidora reciente  y una amiga de ella, a quien él debía entretener.  La propuesta no le entusiasmaba en absoluto, ¿qué iba hacer en un almuerzo con su amigo y dos mujeres a las que nunca había visto y en quienes no tenía ningún interés? Pero no le dejó opción, testarudo e insistente, Manuel le exigió su presencia, no podía rechazar una salida agradable y la posibilidad de divertirse un rato. Estaba a quince minutos de su casa, mientras tanto necesitaba refrescar su aspecto y esconder la angustia que consumía su mirada. No tardó mucho en prepararse y entró en el vestidor, tomó el colgante de oro de Elena y lo guardó en su bolsillo. Las pocas veces que salía de su casa llevaba su collar para sentir su compañía, lo apretaba bien fuerte dentro de su mano, y parecía que Elena caminaba junto a él. Una vez se la había olvidado, se acordó cuando estaba a punto de pagar  las compras del supermercado, palpó sus bolsillos de adelante y atrás pero no la encontró, se puso incómodo, casi nervioso, la cajera no entendía qué le pasaba, seguramente pensó que no tenía la plata suficiente para pagar, se retiró inmediatamente del local y volvió con el collar en su bolsillo.

Una corta e intensa bocina le avisó que Manuel estaba afuera. Manejaba su Pasat, color plateado, ya tenía un par de años pero todavía conservaba su estilo elegante. Vestía impecable, un look sport, con pantalones de corderoy marrón oscuro, camisa celeste y un sweater clásico de rombos.
“Nos están esperando María y Clara en el club, les dije que ya estamos llegando, que si querían podían ir pidiendo una mesa”.
El asintió con la cabeza,  lo que decía Manuel era enteramente trivial y esperaba que el almuerzo continuara con la misma irrelevancia. Ansiaba volver a la casa y mirar los álbumes de fotos que registraban cada momento compartido con Elena. Tenía ganas de revivir el viaje de su luna de miel, la belleza de la isla de Positano en Grecia, la blancura de las casas sobre el precipicio cuando el sol se reflejaba en ellas.
“Tobías, antes que nada, te quiero pedir que trates de distenderte un rato aunque sea, intenta divertirte, son mujeres muy simpáticas”.
“Mira Manuel, no me insistas más, vine a acompañarte, estoy acá, y voy hacer lo que puedo”. Manuel no le contestó, no quería agravar su malhumor, y prendió la radio para aliviar el clima.

A penas entraron al restaurante, María delicadamente levantó su mano para orientar a Manuel hasta la mesa. Los dos se dirigieron hacia la terraza, su amigo con un paso ligero y firme y él arrastrando sus pies, ansiaba que esta tertulia se terminara lo antes posible. Manuel le presentó con una simpatía desmedida a su saliente de pocas semanas, y luego a la amiga, Clara, con quien se mostró excesivamente cordial y entrador para lo que era su primer encuentro. Él exhibió poco entusiasmo en su saludo inicial, le dio un beso fugaz a cada una mientras miraba el piso y tampoco se molestó en dar a conocer su nombre. Se sentó cada uno en su silla y Manuel comenzó a orquestar el encuentro con su verborragia apabullante mientras él se relegaba a sus pensamientos, perdiéndose en  marañas internas, desatento a lo que ocurría alrededor. Pero para su sorpresa, hubo algo que lo ató al momento, algo en aquella mujer que tenía en frente que despertó su atención. La presencia de Clara le remitía directamente a Elena, no tanto por su aspecto físico sino por su postura, sus gestos y movimientos corporales que la asemejaban a ella. Mientras hablaba, abría exageradamente la boca, modulaba prolijamente cada palabra, y el tono de su voz se iba elevando a medida que avanzaba la oración. Su cuerpo acompañaba de un modo peculiar sus palabras, mantenía los brazos inactivos, pegados a los costados y sus manos iban tomando distintas posiciones,  se abrían tensamente cuando quería remarcar algo, luego se juntaban al concluir sus exposiciones, cuando le acaecía una duda las cerraba en un puño apretado y fruncía la frente en un intento por atrapar las ideas que se le escapaban. La transfiguración en Elena estaba completa cuando esbozaba una sonrisa amplia que le transferían a su cara una energía alegre, sus labios se apartaban y mostraban una dentadura alineada y simétrica, sus cachetes se corrían hacia arriba formando  pequeños hoyuelos en cada lado y alrededor de sus ojos achinados se le producían pequeñas arrugas como si estuvieran por estallar de risa. Todo el mecanismo se reproducía de una manera exacta en Clara, era el espejo sonriente de Elena, y no pudo más que sonreír a semejante hallazgo. Pero enseguida Clara guardó su sonrisa, y volvió a ver a la mujer desconocida, de pelo castaño, con facciones nada similares al rostro de Elena, de líneas curvas y superficie redonda. Volvió casi involuntariamente, como si fuese un reflejo automático, a su previo estado de amargura, sin Elena ni su sonrisa resplandeciente él no existía. No aguantaba más, el almuerzo se alargaba más de lo que él podía tolerar, lo único que lo animaba era la esperanza de robarle otra vez  la sonrisa de Elena y tentarse con aquella engañosa reproducción.
“Tobías, ¿estás bien? ¿Querés que pidamos otra agua?”, escuchó a su amigo preguntar desde lejos. Sentía estar en una nube encima de todos los comensales, abstraído de la conversación, su cuerpo estaba presente, pero su mente, su alma, eran como burbujas que flotaban en el aire.

Haciendo un gran esfuerzo por aterrizar al ritual secular del almuerzo, pronunció “No, gracias, pero no me estoy sintiendo bien, me gustaría ir volviendo”.

Los tres se miraron, como tres cómplices que entendían que había un hombre en duelo, que aun sufría la pérdida de un ser querido y a quien no se le podía exigir otro estado de ánimo. Clara se ofreció a llevarlo, pero Manuel se opuso firmemente ya que era su deber como amigo cumplir con esa tarea. Se despidieron de sus citas, dieron gracias a su agradable compañía, Manuel se retrasó unos minutos más hablando con María, y él escuchó como le advertía a su amigo que no dejara de cuidarlo y que estuviese atento, era importante que él se sintiera acompañado. Manuel no esbozó respuesta y en el auto no quiso retomar el tema. Lo que más deseaba en este momento era estar a solas, lejos de todos, se había vuelto reacio a la gente, cada día se parecía más a un ermitaño.  No tenía ganas de hablar con nadie, no había nada que contar tampoco, desde la partida de Elena su vida había adquirido la monotonía de una rutina. Ya nada lo sorprendía, le causaba placer o traía alegría, su depresión galopante reprimía cualquier síntoma de positivismo.  Era solo cuestión de esperar, en algún momento llegaría el fin, un final a lo que parecían los principios de un tortuoso vía crucis, cargando solo con una cruz tan grande como la pérdida de Elena.  Basta, basta de todo, ¿por qué seguir soportando semejante pesadilla? ¿Qué sentido tenía? Su mundo se había destrozado en miles de pedazos y no encontraba la fuerza para volverlos a juntar, más porque había una pieza que nunca encontraría y siempre faltaría.

Habían llegado a su casa y Manuel silenció el motor y torció su cuerpo en dirección a él. Ya sabía lo que venía, un largo discurso sobre lo preocupado que estaba por él, por su bienestar, y lo mucho que lo angustiaba verlo así tan decaído y débil, desesperanzado hacia el futuro. Después le recriminaría que no se dejaba ayudar, que cerraba sus puertas a cualquiera que intentaba acercarse como un muro de acero imposible de ablandar. Conmocionado o quizá abrumado por lo que le acontecía a su íntimo amigo, se acercaría a abrazarlo, un fuerte apretujón de hombres para transmitirle alguna chispa de energía. Pero este intento salvador había sucedido varias veces y él seguía igual, abandonándose poco a poco en la oscuridad de la desolación. Es una tarea extremadamente frustrante querer transmitir vida a un hombre que ya está casi muerto.

Sin embargo, Manuel no siguió con la misma dialéctica, en verdad no emitió una sola palabra. Lo que hizo fue mirarlo a los ojos, plantó su mirada fija en él, sin parpadear por varios segundos, como si intentara comunicarse con su amigo por vías telepáticas. Enseguida le brotaron lágrimas, la cara se le tornó colorada, aparecieron los resoplos, se notaba que quería controlarse pero no podía, sus ojos descargaban una cortina de agua y despidió un llanto fuerte desde lo profundo de la garganta. Se tapó enseguida la cara con las manos y Tobías lo hamacó hacia él para tranquilarlo en su abrazo. Sabía que esto era su culpa, una consecuencia directa de su conducta, de su aislamiento, de su indiferencia hacia las desesperadas muestras de afecto de su íntimo amigo. Lloraba como un niño, largando llantos a un ritmo errático y acelerado y una ventilación rápida ingresaba y expulsaba aire en breves intervalos. Él le rozaba la espalda con cariño, intentaba estabilizarlo, calmarle la angustia que había erupcionado. Los dos se quedaron en silencio, de a poco el llanto disminuía a un sollozo mínimo que lo filtraba por la nariz, y de repente levantó la cabeza apoyada sobre su hombro, lo miró con sus ojos húmedos e hinchados y le dijo, “Perdón Tobías, lo último que te falta es tener que consolar a un amigo cuando ni siquiera podes consolarte a vos mismo. Pero es algo que me está afligiendo, que necesitaba decir, me siento frustrado, desesperado te diría,  no se que más puedo hacer para ayudarte, te quiero ver mejor y cada día te hundís más y más en la tristeza. Me hace mal verte así, arrastrándote, esperando que te la devuelvan cuando sabes que eso no va a suceder. Intenté por todos los medios, no dejo de llamarte un solo día para robarte algunas palabras, que me cuentes lo que te aflige, y estoy acá, siempre al lado, dispuesto a todo, pero no alcanza, no hay mejora y tampoco tengo la solución a tu problema, no hay mucho más que pueda hacer, solo vos le podrás poner un fin a tu amargura. Nadie te la va a sacar, con un poco de voluntad e inteligencia podes salir adelante, toma fuerza para sobrepasar este mal momento, sé que requiere mucho esfuerzo, energía y algunas cosas continuarás padeciendo, pero si seguís como estás ahora, te vas a ir desintegrando de a poco hasta no tener más fuerzas para ni siquiera levantarte de la cama. No sabes lo que me desespera verte tambalear y  zarandear así todos los días, como si nada te afectara, como si ya nada pudiera hacerte daño. Te pido que no sigas así, intenta volver a la normalidad, baja a la tierra, deja tranquilo el pasado, ahora estás acá y te necesitó acá”.

Tobías escuchó pacientemente a su amigo, lo entendía, y hasta lo compadecía por la propia desgracia que le había causado. Sufría por él, sufría por lo que él sufría, un grado de empatía que denotaba una amistad de enorme generosidad y compromiso. Qué egoísta  había sido con él, sumido en su propia desdicha, había sido incapaz de responder a sus desesperados intentos. Nunca había pensado en él, en cómo su egocentrismo podía repercutir negativamente en su estado mental y físico. Como si el fuese el único condenado en el mundo, no concibió la posibilidad de que sus seres cercanos también sintieran dolor y angustia por lo que estaba sucediendo, por Elena y por él, que no lograba recuperarse. Y se dio cuenta, que en realidad, su vida no era solo de él, no era totalmente dueño, sino que era de todos sus seres queridos. No podía disponer de su vida como el quería sin afectar a todos los que lo rodeaban, lo que el hacía con su ella tenía efectos sobre el resto. A cada uno de sus amigos, familia y colegas le correspondía una parte suya, Elena conservaba la más importante, pero aun pertenecía a los demás.  Mientras se aferraba a la cadena de oro apresándola en la palma de su mano, lo agarró con la otra a Manuel por el cuello, y con los ojos líquidos titubeó, “Ya se Manuel, me tengo que recuperar, tengo que volver a vivir,  se lo debo a ustedes que tanto se lo merecen”.  Manuel lo apretó fuerte contra el pecho, revolcándole el pelo torpemente y ambos se quedaron suspendidos en un abrazo mientras se les secaban las lágrimas y se les devolvía el brillo a sus ojos.

Belén Ferrari (20)
Estudiante de Economía Empresarial
belenferrari92@hotmail.com