El Conde de Montecristo. Las distintas formas de ser feliz (la fórmula para los honestos de corazón)

Por Estefanía Servian.

Leer El Conde de Montecristo es emprender un viaje al disfrute de la buena escritura, a las miserias humanas y a la grandeza de ciertos hombres de los que nada se espera.
“Odiado por muchos, pero calurosamente protegido por algunos, sin que ello implique el aprecio de nadie”. Así se describe cruelmente a uno de los personajes centrales de la novela, Villefort, descripción que, posiblemente, podría ser considerada un elogio para aquellos que les importe poco ser queridos o no serlo. Jane Austen hace decir un concepto similar a uno de sus personajes en Emma: “puede ser muy aimable, tener muy buenos modales, ser de trato muy agradable; pero carece de lo que en inglés entendemos por delicadeza hacia los sentimientos de los demás; en él no hay nada verdaderamente amiable”. ¿Decir de una persona que es cortes o educada constituye un elogio, si nada decimos de su don de gente, debido a que no lo posee?
Villefort era el procurador del Rey y pudo salvar a su padre, pero más que nada, a sí mismo, al condenar, por obra del ingenio de Danglars y, por sobre todo, de la cobardía de Fernand, al pobre e inocente de Edmond Dantes por un crimen que no había cometido. Así pasa en los cuentos, ¿no? De Villefort se dice que es un “señor”, esa especie de título que al hablar suele otorgársele a aquellos que acumulan años y cierto respeto, sin importar demasiado de qué respeto se trata. Él es un señor por su poder y su dinero; porque los gobiernos habían cambiado (Napoleón se había ido, había vuelto, se había vuelto a ir…) y él seguía ahí. Se lo considera hábil, según la brillante descripción de Dumas: “como generalmente se considera hábiles a las personas que nunca sufrieron reveses políticos”.

El padre de Villefort, Northier, también había sido importante en su tiempo. Está vivo aunque enfermo, da lástima de solo imaginarlo en el estado en que se encuentra. ¿Cómo es que un hombre tan poderoso que, como dice su hijo, se reía del puñal, de la guillotina, y —agrego yo— de la gente; un hombre sin miedo a nada, fuerte, que se atrevió a matar —y a decirlo—, termina siendo un viejo paralítico confinado en una silla dependiendo de otro? Él, que lo había tenido todo. Fuerte en su tiempo, depende ahora de una joven frágil, Valentina, su nieta. No obstante, sin dejar lugar a equivocaciones, debe decirse que la esencia de lo que uno realmente es se mantiene inmutable. Northier, el jacobino malo, desde su silla, le arruina la vida al pretendiente de su nieta al confesarle, sin siquiera decir una palabra (recordemos que él no puede hablar) y con un mínimo movimiento de cabeza, que había sido el asesino de su padre.
Resta pensar entonces que lo que somos, en algún lado queda y lo que fuimos, siempre vuelve. Así, ¿puede existir dulzura en el corazón de un hombre que ha matado, que ha vivido a su antojo y que ha traicionado a todos, menos a sí mismo? Parecería ser que sí. Northier reconoce el crimen a fin de romper el compromiso de su amada nieta con ese hombre a quien ella no quiere, mas su padre considera conveniente como yerno. Es Northier, viejo postrado querido por nadie, la muestra de que lo único al final de todo es el amor y que, parecer ser, cada uno tiene a alguien que lo ame aunque se haya portado horrible con el resto del mundo. ¿Todo el mal que alguien hizo queda minimizado ante quien lo quiere? Infinidad de culpas que albergaba ese cuerpo, ¿se expían ante la mirada de inocencia, puro amor y dedicación de Valentina? ¿Existe culpa alguna en ese hombre? No, él sigue siendo el mismo aunque postrado.
Somos los mismos aunque cambien las circunstancias. Esa joven que sacaba de su abuelo una parte tan loable, despertaba lo peor en su madrastra quien, envenenada de odio, planeaba matarla de ese modo, envenenándola. Su abuelo la inmunizó del veneno dándole, día a día, un poco. Lo bueno y lo malo pueden inmunizarlo a uno, si viene a cuentagotas.
A Edmond lo bueno le duró un día y lo malo apareció de golpe. Claramente no estaba inmunizado. Tenía una vida común y corriente: el casamiento con su novia de toda la vida era inminente y, siendo muy joven, sería designado capitán de un barco. El mundo, eterno e inmenso, le inspiraba nulo interés; su mundo eran su padre y Mercedes, su amada novia. Luego, la cárcel de If lo alberga como preso y le entrega enseñanzas, convirtiéndolo en un hombre nuevo. Allí conoce al llamado “prisionero loco”, rechazado por todos, quienes no le creían sus promesas de fortuna, pero poseedor de algo mucho más valioso aún que todo el oro del mundo: sabiduría, cultura, “mundo”… Él tenía mundo y se lo obsequió a Edmond por el simple hecho de que él lo trataba con respeto y podían conversar, sin que lo considerara, a la tercera palabra, un loco. En los años de encierro, le enseñó idiomas, Geografía, Literatura… Le preparó el interior, haciéndole más satisfactoria la vida en la cárcel, aunque más lo preparaba para el afuera.
Tras lograr escapar del encierro, el joven común y corriente volvió al mundo como “El Conde de Montecristo”, con un título que no necesitó adquirir, ventajas para quienes tienen tanto dinero. Inmensamente rico en especie, lo era —también— en inteligencia, lucidez, rápidos reflejos y cultura. Juró venganza por su padre muerto y por la desdicha de estar solo en el mundo.
Danglars, Fernand y Villefort eran crueles (a Fernand sería más prudente tildarlo de negligente) y terminaron pagando la traición en mano del Conde. Sin embargo, pensando un poco, ¿lo hubiesen pagado igual y tan duramente sin la actuación del Conde entrometiéndose así en sus vidas? Por mi postura religiosa, considero que de todos modos tal hubiese sido su final por la voluntad de Dios (no podían evitar de manera alguna su juicio); mas pensándolo desde un punto de vista terrenal, ya tenían la vida arruinada.
Danglars tenía una hija que no lo quería y una mujer que tampoco. Él la define bien cuando, al final, le envía una carta y le dice: «la tomé como esposa poco honorable, pero rica». Él pone el acento en lo que le importaba: la riqueza. Escasamente le interesaba saber que andaba por allí siendo la mujer de otros (y habiéndolo sido, antes de casarse también, pues ella había engendrado un hijo de Villefort, un hijo que, no está demás decir,  era el mal hecho persona, como si en los genes pudiera estar el horror, dejando a un lado el amor de quienes lo habían criado) hasta que su comportamiento amenaza su fortuna.
Villefort está cubierto de fantasmas, sin importarle ninguno; convive con ellos a sabiendas de la cantidad de personas que hizo matar… Es la ley, está convencido de su rol. Insta a su mujer a la muerte con tal que él no se manche. Él, de nuevo él, poseedor de infinidad de secretos que lo condenan. La locura es su destino: “el destino es el dios de los tontos”, nos dijo un día un sacerdote en una comida. Puede ser que así sea. Para quienes no creen en algo superior, ¿existe aquello que podemos llamar destino o es la vida la que nos devuelve aquello que le hemos dado? ¿Cómo nos tratará aquel a quien maltratamos? Villerfot no piensa en el más allá porque es “amo y señor” en el ahora. Parece entonces que vive mejor quien lo hace sin pensar en la existencia de un Dios. Es quizás la locura final una manera cobarde para evadir y no asumir que está arruinado.
Fernand, murió como vivió: cobarde. Una persona que se casa con una mujer solo porque él quiere, sin importarle nada la voluntad de ella, ¿qué más podía hacer que matarse sin pensar en la familia que había construido?
Tres infelices, que cubrieron su infelicidad: Danglars, con dinero; Villefort, con poder, y Fernand, la satisfizo con una mujer. Resta pensar entonces que esta triste vida ya la tenían y que el Conde tan solo la puso en evidencia. Él es el detonante de un camino que estaba destinado a ser, que se había construido desde los cimientos de esa forma. El joven común y corriente, devenido vengador, toca donde duele y duele mucho.
«No existe la felicidad ni la desdicha, sino la comparación entre un estado y otro», escribe el Conde a Maximilien. Durante un mes, el Conde le hizo jurar a este que no moriría de amor y, pasado ese plazo, le devolvió la dicha con Valentina, a quien le cuidó el sueño y la vida, total él no dormía.
Un hombre desdichado puede ser el más feliz si así lo desea. Y si se rodea bien. Convertido en el “Conde de Montecristo” podría haberse vuelto tosco y ambicioso. Podría haberse convertido en Danglars, aquel ordinario segundo del barco de Morrel, quien se volvió el banquero más rico y más respetado, limpiando de un plumazo su pasado vulgar y traicionero. O en Fernand, rico también, con título y todo, producto de una traición en Grecia unos años atrás, después de la primera traición que lleva a Edmond a la cárcel (quien tiene la traición en la naturaleza, terminará traicionando; como la leyenda del escorpión y la rana). O en Villefort, de origen más importante, pero idéntica vida. El dinero que había adquirido el Conde se lo permitía y su inteligencia se lo aseguraba, pero él optó por otro destino.
El Conde se rodeó de todos ellos, sin contaminarse. Supo ver la bondad dentro de tanta impureza. Sin mezclarse, los cobijó en su casa, les sonrió, sin cambiar de parecer en sus deseos de justicia. Es increíble lo que se asemejan la justicia y la venganza en ciertos casos. La cortesía y los buenos modos pueden hacer dudar a cualquiera, mas es lo volátil y sincero de quien te conoce verdaderamente lo que da sentido a la vida. Las críticas de quien te quiere, a veces dichas en tono poco cordial, valen más que las sonrisas amables de quien te es indiferente. Villefort, Fernand y Danglars eran tres hombres de sociedad educados, terriblemente falsos. No se podía confiar en ellos, claro está, pero el Conde se hubiese dejado engañar si lo hubiese querido, obnubilado por los brillos de esos lugares. Tan desesperados en posicionarse en sociedad que no habían logrado conseguir que alguien los quisiera de veras. Aunque, ¿quién puede querer “como es” a alguien así? La amistad la reserva para unos pocos: para los Morrel, en especial Maximilien, y para Haydée, quien lo hizo volver a creer en el amor. La dureza de su corazón por los tristes acontecimientos que había vivido, alejaban de sí la idea del puro afecto.
Mercedes se había llamado el amor y, luego, es Haydée. Haydée es su otra Mercedes y así se refiere el Conde respecto de ella finalmente. “Otra Mercedes” no significa el reemplazo de una por otra, sino el amor como a la primera. Ama a Haydée como, siendo más joven e inocente, lo hizo con Mercedes. El amor se transformó: Haydée le demuestra una fidelidad de la que Mercedes, no importa porqué, no fue capaz. La fidelidad del amor, el compromiso y la tranquilidad. El verdadero amor brinda eso. Compartió con ella diversidad de cosas sin amarla y la fue queriendo con el tiempo. Su compañía le era más que grata, hablar con ella sin máscaras, aun estar con ella sin hablarse…
Los años de cárcel inmunizaron a Edmond de la vida. De a poco, como el veneno de Northier que sirvió de remedio en Valentina. El loco compañero de cárcel le dio los conocimientos que inmunizan a cualquiera de la locura. Asimismo, lo inmunizó de la crueldad y, de este modo, lo hizo libre y sano.
«No existe la felicidad ni la desdicha, sino la comparación entre un estado y otro”. Habría que pensar cuán desdichados somos cuando así lo sentimos y cuán felices podemos ser si lo deseamos. Debemos siempre buscar rodearnos de la dulzura de quien nos ama y no del trato cordial, amable y educado —y distante— de quien nos miente. Si no, estaremos perdiendo el tiempo, tomando del veneno malo, ese que no inmuniza.

Estefanía Servian (24)
Abogada
estefiservian@hotmail.com