El pasado 9 de mayo, los miembros de la Academia Argentina de Letras eligieron a un nuevo presidente: el duodécimo de su historia. El escogido en esta ocasión fue el Dr. José Luis Moure. Su extensísimo currículo no podría ser expuesto aquí sin el bostezo del inquieto lector, de modo que diré lo esencial sobre el presidente. José Luis Moure es profesor en Letras, egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y doctor en Filosofía y Letras, por la misma universidad; profesor titular de Historia de la Lengua en dicha Facultad, e investigador del CONICET. Los curiosos podrán googlear su nombre y encontrarán fácilmente sus antecedentes, cargos y logros.
A él entrevistaría. Enfrentarme a un filólogo no sería en absoluto una tarea sencilla para mí, que ni siquiera sabía con certeza qué era la Filología. Por eso fue que le pedí a Juan Calandri, un tutor del Taller de Escritura de la UCA, que me acompañase —la presencia de un experto en lengua española la consideraba imprescindible—.
Llegó el día de la entrevista, y con puntualidad comme il faut (5 minutos antes) acudimos a la cita pactada en la sede de la Academia Argentina de Letras. Allí, nos recibió un amable portero, a quien le dijimos: “tenemos una cita con el presidente de la Academia Argentina de Letras”. La mención del cargo en lugar del nombre de la persona que lo ocupa buscaba claramente imponer cierta importancia (sin duda aparente) a nuestra humilde presencia en el templo nacional del habla y la escritura.
Luego de una breve espera, fuimos llevados a la oficina del entrevistado. Cualquier vestigio de nerviosismo que pudiéramos tener por la reunión fue disipado inmediatamente ante la atenta e incluso jovial recepción del presidente.
Empieza la entrevista…
¿Cómo decidió estudiar Letras? ¿Existió algún maestro en aquella escuela primaria de Constitución que influyera en su decisión?
“Empezaron ustedes por lo más importante y no sé de dónde sacaron el dato. Me alegro muchísimo. Yo soy de Constitución, efectivamente. Soy de barrio, y lo digo sin ninguna intención populista o demagógica. Simplemente marco cuál es mi origen geográfico. Soy hijo de españoles (madre y padre), de modo que soy la primera generación argentina de mi familia. Y diría que abrí los ojos en Constitución. Por lo tanto, tengo una particular estima por ese barrio, que fue mi puerta de entrada al mundo.
Decir cómo nace mi afición por las letras es muy difícil. Creo que fiel al alcance que tuvo la palabra letras como disciplina, tuvo una doble vertiente: mi gusto por la literatura y mi gusto por la lengua, por el idioma. Explicar eso es muy difícil, sobre todo hoy día en que la lectura no está en su mejor momento. Creo que, en principio, me ayudaba a sobrellevar los días de lluvia, los días en que no tenía escuela, los días en que alguna enfermedad me obligaba a quedarme en casa. Entonces leía a Salgari, a Dickens o a Walter Scott.
Mi papá, que tenía muy poca instrucción “oficial”, era un gran lector, un infatigable lector, de modo que él me sugería lecturas. En algunos casos, me dejaba lecturas que me resultaban incomprensibles, difíciles. Él había leído El Quijotetres veces, y a Lope y a Calderón de la Barca. Y en alguno que otro caso, frente a esas obras, yo me encontraba con dificultades de idioma, porque papá me dejaba determinadas páginas señaladas que a él le parecían importantes para que yo las leyera, con la expectativa de que le hiciera algún comentario cuando volviera. En algunos casos, yo cumplía casi como con una especie de deber filial y en otros lo hacía por puro placer. Así me fui adentrando en un mundo que se fue haciendo cada vez más importante.
En cuanto al conocimiento de la lengua y a los mecanismos de la lengua, mi gusto por eso es difícil de explicar. Algunas veces, un poco psicoanalíticamente o con fundamentos psicoanalíticos —y lo dije en mi discurso de ingreso a la Academia— creo que yo salí a buscar las “letras” que a mi mamá le faltaban. ¿Por qué? Porque mi mamá era analfabeta. Y en homenaje a la Argentina, debo decir que lo poco que ella aprendió a leer, lo hizo en la Argentina, no en España. En el barco vino como analfabeta y llegó a manejar muy poquito la escritura y a leer con mucha lentitud, hasta que con el tiempo dejó de hacerlo, porque mi papá se encargaba de las relaciones exteriores escritas, de modo que ya no tuvo necesidad de leer o escribir”.
Allí un Calandri rápido y curioso le pregunta: ¿dónde aprendió su madre?
“Aprendió con una maestra particular, a la que le pagaba. Por la mañana trabajaba en una casa y por la noche tomaba clases con la maestra particular. Todo con el único propósito de aprender lo elemental y poder escribir a su madre, que había quedado en España —mi madre había perdido al padre de muy chica—. Tenía la ilusión de comunicarse con su madre a la que había dejado en la aldea, dándole la sorpresa de hacerlo por escrito. Quizá fue ese hecho el que despertó en mí una afición inusual por los problemas del idioma, por los temas del idioma. Allí estaría el origen de esta doble inquietud que es, en última instancia, la que todavía sigo cultivando en los dos rubros. Mucho más, desde luego, en el caso del idioma, porque los caminos de la Facultad fueron llevándome a dedicarme más específicamente a la filología. Así, empecé en la Facultad siendo profesor de latín; primero como ayudante, después como adjunto, y cuando se produce el llamado a concurso para la materia Filología Hispánica, me presento y gano el cargo de asociado. Desde entonces permanecí en la cátedra de Filología, de la que desde hace ya algunos años soy titular.
Me preguntan ustedes también por algún nombre… Creo que podría recordar si no el apellido, el rostro de todos mis maestros de la primaria y, en particular, del de sexto grado —el séptimo de hoy—, que a pesar de ser ingeniero o estar estudiando ingeniería, me animó mucho, despertando gran curiosidad en mí por temas de distinto tipo. Y yo me aferré a los problemas del idioma. Luego, en el colegio secundario tuve algunos profesores de Castellano que también se dieron cuenta de cuál era mi interés y, a pesar de que mayoritariamente mis compañeros no les prestaban atención, yo debía de ser uno de los pocos que estaban con los ojos abiertos y con las orejas muy receptivas. Eso pasa en casi todos los casos. Yo sentía el mismo extrañamiento con respecto a un compañero mío al que le gustaba la Geología, no podía entender cómo podía haber alguien que se interesase por las piedras. Se me ocurre que la misma curiosidad debía despertar yo en mis compañeros: alguien que le prestaba atención a la profesora de Latín y a los profesores de Castellano”.
Nombró a Salgari, a Dickens, ¿recuerda algún libro que leyó por esos años con aprecio?, ¿guarda un especial recuerdo por Sandokán?
[Risas] Particularmente me río porque pienso que solo de grande me enteré de que Salgari no era un gran escritor, desde el punto de vista del canon literario más exigente. Sin embargo, guardo de aquellos libros publicados en la colección Robin Hood el mejor de los recuerdos.
Estoy tratando de recordar exactamente el libro… creo que era Los dos tigres. Y me veo a mí mismo una mañana en la que me había quedado en casa por un ataque de asma; llovía copiosamente y yo estaba tirado en la cama, boca abajo, leyendo Los dos tigres. ¡Me sentía en el mejor de los mundos!
Quiero decir, por otro lado, que no siempre después —aun leyendo libros importantes— sentí la misma plenitud, es decir, la misma entrega a una literatura que me sacaba de la letra y me sumergía de manera directa en un mundo de fantasía absoluta.
Cómo olvidarme de Corazón, de Edmundo De Amicis —otro autor al que los italianos tienen absolutamente relegado—. Cuando uno les menciona Corazón, ellos responden: ¿eso leían? Vean ustedes cómo nadie es profeta en su tierra…”
La presencia ante un reconocido filólogo argentino ameritaba alguna pregunta sobre su disciplina. La pregunta, entonces, era ineludible y con un doble beneficio: la respuesta de ella dejaría contento al lector experto por conocer la opinión del mismísimo Dr. Moure y, por otro lado, al resto de los lectores los ayudaría a conocer algo sobre la Filología. Así que pregunté: en su disciplina, ¿qué libros fueron importantes para su formación?, ¿hay algún libro que sea de consulta permanente?
“En mi disciplina, que es la Filología, es difícil pensar en libros que a uno lleguen a conmoverlo como los que acabo de mencionar, porque es una disciplina mayormente técnica, por decirlo de alguna manera. No obstante, y a pesar de la copiosísima bibliografía que hay en esa materia, yo recuerdo algunas obras como Los orígenes del español, de [Ramón] Menéndez Pidal o La historia de la lengua, de [Rafael] Lapesa, verdaderos monumentos de la historia de nuestro idioma, a los que vuelvo una y otra vez. Y otro: el Diccionario etimológico de [Joan] Corominas, que también frecuento permanentemente y que me parece un verdadero monumento a la erudición y a la paciencia en el trabajo de investigación, puestas al servicio de nuestra lengua.
Después tendría que hacer memoria y pensar en muchos otros libros que hoy día me siguen gustando. Bueno, se me acaba de ocurrir uno ahora que es Los mil y un años de la lengua castellana, de [Antonio] Alatorre, un filólogo mexicano fallecido no hace demasiado tiempo, que también —en clave sencilla—, pone al alcance de un lector común una disciplina que de otra forma podría llegar a ser árida y difícil”.
En nuestro país cada día se lee menos. ¿Qué cambios cree necesarios para revertir esta situación?
“Usted me hace una pregunta más compleja de lo que parece. A mis 64 años una de las preguntas que me hago con mucha frecuencia es si la reticencia de la gente joven a la lectura, el rechazo por la lectura, la negligencia frente a la literatura se deben a desinterés, a una falta de alicientes, a una malformación desde la educación; o si estamos frente a un cambio de paradigma cultural que determina que hoy lo que se aprende, lo que interesa a los jóvenes, es otra cosa. Si este fuera el caso, quizá la pregunta sea un poco ociosa, porque estaríamos frente a un cambio que nosotros no controlamos. Entonces estaríamos conviviendo con una generación de lectores —en esto no hago ningún tipo de valoración— y con una generación de no lectores que se aproximan al mundo, entienden el mundo, conciben al mundo de una manera distinta, y por lo tanto se comunican con el mundo de una manera diferente. Es obvio que estoy hablando de los medios, de las culturas virtuales; es decir, de otro tipo, de otra forma. De ser así, habrá que aceptarlo, habrá que ver cómo se va produciendo lo que evidentemente va a ser transicional. Y nosotros quedaríamos como melancólicos representantes de una dimensión de la cultura que se extingue como tantas otras que hubo en el pasado. Cambios paradigmáticos. Pero, por otro lado, esto también se da junto con un fenómeno que advierto por cierta información que me llega —aunque yo no la pida— de que hay un déficit gravísimo en la enseñanza, tanto primaria como secundaria, en lo que a la lectura y escritura se refiere.
Siempre comparo esto con quien ejecuta un instrumento y le gusta la música. Para llegar a la música y llegar a disfrutar de ella, sobre todo cuando uno quiere ejecutarla —es decir, cuando quiere producir la música—, hay que pasar por el instrumento y por algunas etapas anteriores, como son el conocimiento de algunos códigos que permiten el aprendizaje, la práctica, la composición. Si uno pasa por ese sistema, por esa parte del aprendizaje, rápidamente y con suficiente empeño, se llega a la música también rápidamente. Si, por el contrario, eso se convierte en una actividad fatigosa y hostil, el individuo termina abandonando eso, haciéndolo mal y hasta sintiendo rechazo por el producto final, porque nunca llega bien a él. En el caso de la literatura y de la lectura, creo que muchos de los problemas que tienen hoy los jóvenes —y es una opinión— se debe a que les cuesta leer; y si les cuesta leer es porque no se les ha enseñado a leer correctamente. Yo puedo decir que a mis doce o trece años, cuando egresé de la escuela primaria, un problema que no tenía yo ni mis compañeros era leer. Leíamos absolutamente todos. Qué hacía cada uno después con eso que leía, no estoy en condiciones de decirlo; pero sí que se accedía a lectura sin dificultades. Hoy tengo la impresión de que no es así, y he podido comprobarlo. En los secundarios suele ser frecuente —y digo esto porque he tenido hasta alumnos en la Universidad que lo padecen— la existencia de alumnos a los que les cuesta leer en voz alta, algo que era inconcebible en la época en que yo estudiaba. Ese individuo al que le cuesta leer en voz alta está decodificando un texto con gran dificultad. Y si hace algo con dificultad, ¿por qué va a persistir en eso que le cuesta tanto? Yo creo que la escuela ha dejado de lado una correcta enseñanza de la lectura y una correcta enseñanza de la escritura con práctica intensiva. Yo no puedo entender cómo es posible que a lo largo de 12 años, si sumamos los años de la primaria y la secundaria, una persona no pueda leer ni escribir correctamente y a la velocidad que cabe esperar de cualquiera. Imagínense ustedes que un individuo hubiese estudiado violín durante doce años, sería inconcebible que no pudiese ejecutar una pieza sencilla; es decir, leer un pentagrama, por ejemplo, y producir sonidos más o menos aceptables. Yo creo que en ese sentido radica algo de lo que hablamos. Tiene que ver con una falla seria en los procesos de lectura y escritura, que no sé por qué han dejado de ser eficientes”.
A propósito de los problemas en la escritura, Paul Groussac alguna vez dijo: “los niños argentinos traen bajo su brazo un paquetito de comas con las que salarán a gusto y al voleo aquello que escriban cuando se alfabeticen” ¿Es cierta esta afirmación?
“Paul Groussac era un individuo inteligentísimo, pero creo que —y también es una opinión personal— arrastraba cierto resabio de ser un francés muy culto en una perdida aldea de América del Sur; porque a pesar de que Buenos Aires ya era importante, no lo era para los europeos. Groussac era un francés orgulloso de serlo, que —por razones de diverso tipo— terminó recalando en Buenos Aires. Una mente brillante, muy bien preparada. Una vez Borges dijo, creo que con acierto: “De haber nacido en Francia, Groussac sería imperceptible” [Risas]
Sin explicar la frase que usted cita por esto que acabo de decir, la crítica de Groussac sobre los argentinos era bastante aguda y permanente. Esto no quita que algo de razón tuviera, en el sentido de que lo que acaso él quiso decir es que no todos los argentinos dominaban la ortografía. Referirse a las comas era una manera de decir que estaban escribiendo con errores de ortografía. Y es posible. Hoy día no sé si lo que abundan son las comas o la falta de comas, por ejemplo. Pero, al mismo tiempo, quien se ocupe de leer la Ortografía va a advertir que aprender a usar una coma a partir de sus indicaciones no es sencillo. Es decir que a veces uno después de leerlas, queda con más dudas de las que tenía antes. Parecería entonces que, como se trata de un código fijado de manera positiva, a veces es difícil aprender toda la cantidad de vueltas que tiene: ¿cuándo van las comas?, ¿cuándo no deben ponerse? Esto no es lo más preocupante. Es preocupante sí que no se domine la ortografía en líneas generales. Me parece que la ortografía es quizá la menos discutible de las dimensiones que tiene la lengua, porque se trata —como decía antes— de un código positivo con el que, simplemente, los hablantes se ponen de acuerdo —o deben ponerse de acuerdo— en cómo representar su lengua por escrito.
Que se trate de una lengua hablada por más de cuatrocientos millones de hablantes es una de las garantías más seguras de unidad de la lengua. Por eso siempre me ha parecido un verdadero disparate —y conste que no soy purista en absoluto, lo digo con todo énfasis— lo que en algún momento dijo García Márquez; esa invitación a la jubilación de la ortografía. Se pueden discutir muchas cosas sobre la lengua, pero hágase cada uno de los hablantes la idea de qué sucedería si cada una de las variedades dialectales del español utilizaran por escrito una ortografía que respondiese a sus particularidades fonéticas. Eso llevaría a una dispersión que haría que en cincuenta años, si no antes, esas variedades se convirtiesen en dialectos cada vez menos comprensibles entre sí, haciendo imposible la lectura de la literatura común. Si hoy a un chico le cuesta leer una obra con una ortografía compartida por todos, imagínense lo que le costaría —una vez que aprendida una ortografía diferenciada y particular de su propia lengua— leer a Vargas Llosa o a Javier Marías en una ortografía que desconocería por completo. Es decir, la jubilación de la ortografía es una invitación al caos o la anarquía de la escritura que hoy compartimos; esa escritura común es probablemente una de las poquísimas cosas en la que sí podemos de estar de acuerdo los hablantes de las diversas variedades del español al trabajar en conjunto, puesto que ahí no hay discusiones ideológicas mayores. Los códigos, y la ortografía lo es, están para cumplirse, habiendo consensuado una serie de principios que ayudan a una vida mejor. En el caso de la escritura, preserva la unidad de la lengua en lo que a mí me parece es uno de los puntos fundamentales”.
Llevamos poco más de dos años de la nueva Ortografía española, ¿tiene un balance positivo sobre los cambios introducidos?
“No es que tenga un balance positivo. En fin, tengo muchos puntos y cada uno de mis colegas tiene disensos sobre distintas cosas con respecto a eso. Pero sí me parece importante acatar una disposición en la que se ha puesto de acuerdo la mayoría. Una vez que ello se ha logrado con respecto a la ortografía, admitámosla. Sobre todo porque nuestra ortografía —y en esto también me gusta insistir— es sencilla, de fácil dominio; precisamente porque tiene una aproximación bastante estrecha a la formas orales. Es decir, entre la pronunciación y la representación ortográfica no existe una distancia como la que puede tener el inglés, por ejemplo. Yo me pregunto cómo es posible que los mismos alumnos que en la Argentina protestan por la ortografía, o les cuesta diferenciar “b” y “v” o la “ll” y la “y” griega —y estoy diciendo “y griega” en contra de lo que explica la Ortografía, pero es la forma en que yo la aprendí y me va a costar mucho sacarme eso de la cabeza—, pueden aprender palabras en inglés infinitamente más difíciles, que no tienen ninguna relación con la pronunciación, y aciertan a poner “t”, “h”, “g” diversamente pronunciadas, de modo que para un monosílabo deben escribir a veces 7 letras. Quiere decir que la dificultad no estriba en el aprendizaje mismo, sino simplemente en la conciencia de que hay que aprenderlo y en persistir, por parte de la escuela, para que en poco tiempo se domine ese código”.
En la Facultad de Derecho de la UCA existe una materia optativa llamada “Taller de Escritura”. En ella, los alumnos leen a escritores españoles del siglo XIX (Pérez Galdós, Alarcón, Valera, Pereda y Clarín, entre otros) y escriben ensayos con base en consignas tan disímiles como pueden ser: la infidelidad o la belleza. Esta experiencia se encuentra fundamentada en la siguiente premisa: “se aprende a escribir leyendo a los que escriben bien; la escritura es un proceso de imitación inconsciente. Por tanto, dadle a leer a alguien algo bello y proporcionado, y esa persona comenzará a escribir con lindura y claridad”. ¿Considera que este método puede ser efectivo?
“En líneas generales sí. De todas maneras, yo creo que como la lectura es un hecho fundamentalmente individual, uno entra en las obras también de manera individual; todo depende de cuánto lo impresione a uno un autor o una obra. Uno puede leer forzadamente mucha literatura que no le interese; lo que va a aprender de esa lectura arduamente leída va a ser poco. En cambio, autores que nos impresionan de manera particular, que tienen una influencia enorme en nosotros, causan otro efecto. Por ejemplo, Borges en mi caso. A veces aquellos que nos sorprenden, nos deslumbran, también nos esclavizan un poco, porque pareciera que después es difícil salir de ese estilo que a uno se le mete en la sangre. Cuando uno escribe, aunque no lo pretenda, está escribiendo parecido. Sin quererlo, intenta reproducir ese estilo, que no viene a ser más que una copia; pero es un poco lo que están preguntando: un proceso inconsciente de copiado. Dijo una vez Borges con respecto a Lugones: “lo admiré hasta el plagio”. Una hermosa frase con la cual quería decir esto que estoy intentado expresar yo de manera más torpe: un autor puede impresionarlo a uno hasta el extremo de que uno comienza a reproducir estructuras, vocabulario y formas que, de tanto admirarlas, se incorporan como propias sin darse cuenta. De modo que en líneas generales estoy de acuerdo.
De allí, entonces, la importancia de leer mucho y de leer de manera variada. Un poco para salir de este peligro último y, por otro lado, para incorporar la mayor cantidad de formas de escritura, de maneras de reproducir el mundo por escrito. Efectivamente, de la lectura intensa surge esa ventaja que es primordial y, después, una ventaja secundaria y práctica, que es volver sobre lo que decíamos antes: se fija la escritura, se fija la ortografía. Yo creo que en última instancia las dificultades que tienen los chicos de hoy para aprender una correcta ortografía se debe precisamente a que leen poco; y al leer poco, se memorizan menos las formas ortográficas. Yo creo que en buena medida el aprendizaje de la ortografía se basa en la memorización lenta pero incesante de las formas escritas. Uno ve una palabra tantas veces —y tantas veces más cuanto más lea—, que su representación gráfica nos queda instalada en la memoria. Ustedes habrán comprobado cómo, cuando uno duda con una palabra: “b” o “v”, “g” o “j”, basta con que la escribamos en un papel y ciertamente en la escritura la forma ortográficamente correcta se manifiesta”.
En una digresión durante la entrevista, el presidente nos recomienda una novela. Demasiado egoísta hubiese sido no compartirla, así que con ella cierro la entrevista…
“La ruina del cielo”, novela del español Luis Mateo Diez. Un autor deslumbrante, con un vocabulario y un idioma estupendos”.
Lucas Abal (23)
Abogado