Por Francisco Huarte Petite.
El camino arbolado se me abría
y la gran mañana estaba hecha
de armas, hombres y vientos de guerra,
como si en vidas pasadas, todo aquello conocía, pero sólo en ésta enfrentaba.
Ante mis meros pasos mortales
brotaban los nombres infinitos
de los que en su tiempo, soldados fueron;
de los que hoy, héroes son.
Para oír las fértiles historias de sus lápidas,
me dejó de alcanzar el horizonte.
Terminaron diluviando las hazañas
de los que, feroces, murieron de pie.
¡Tantos cuerpos caídos
por la sangre y la desgracia!
Tantas almas soberanas
en la conciencia de la historia.
Somos nosotros, la flor de su batalla;
somos todos, los herederos de su mañana,
la ardua victoria de su causa,
los unidos guardianes, de la libertad cosechada.
En el mundo y en el alma
no importa el color de la bandera,
sino la justicia de la lucha…
Y cuando ella aclama vencer la tiranía
no habrá más humana tarea que escucharla.
Vi que los veteranos atestiguaban, con las cicatrices cerradas y las memorias,
el solemne cambio de guardia, hecho por los herederos de sus glorias.
Y semejantes hombres, de tan cansadas espaldas y tantas balas enfrentadas,
apenas podían domar sus lágrimas.
Era un ritual y no una medalla,
lo que en verdad definía su esencia.
Pero, sin querer, me atreví también a pensar lo que el día y ellos no querían,
y quedé entre dos espejos de la guerra que eternamente se odiarán.
Me dijo aquel pensar: quizás nuestras glorias más no sean
que un triste, incansable y silencioso Arlington…
Francisco Huarte Petite (20)
Estudiante de Abogacía
fhuartepetite@ius.austral.edu.ar