El brillo del errante

Benito Pérez Galdós nos presenta una vez más a la sociedad española como en una radiografía. En Misericordia, los personajes y diálogos son indiscutiblemente vívidos. En ciertos momentos, la espontaneidad narrativa llega a tal punto que el autor incluye aclaraciones de gestos y movimientos como si se encontrara escribiendo las típicas acotaciones de las obras teatrales. Es así como el lector no puede pasar por alto aquel rasgo tan marcado en la España del siglo XIX: el vivir de la apariencia. Este aparentar es notorio en la novela, pero existe también hoy entre nosotros —aunque no lo queramos o podamos ver—.
Tanto pesa la apariencia[1] en esta historia, que cuando la familia adinerada —eje del relato— empieza a tener problemas económicos y hasta llega a quedarse sin el dinero necesario para subsistir, no es capaz de trabajar ni de pedir ayuda. No pueden demostrar sus necesidades ni que ya no les sobra el dinero. Es por esto (para mantener a su señora e hija, incapaces de hacerlo por sus propios medios) que la criada, Benigna, tiene que salir a pedir limosna.
Aquí nos topamos pues con la gran protagonista: Benigna. Un nombre nada casual, por cierto[2]. En esta mujer —a la que solían llamar Benina o Nina— ardía la llama de amor por el prójimo[3]. Y a diferencia de don Carlos, su caridad no piensa en cielos ganados[4].
Podríamos decir que ella es la “joyita” de la historia. Sin embargo, ante los ojos miopes de la sociedad, no es esta pobre mujer quien resplandece, sino don Carlos, “porque otro más cristiano no lo hay en Madrid”[5]. Esta era la creencia popular sobre aquel hombre que no faltaba ningún aniversario del mes de la muerte de su esposa a la Iglesia, y hacía diariamente un largo recorrido repartiendo limosna a todos los mendigos. Pero no todo lo que reluce es oro. El lector también tiene una idea positiva de la moralidad de este hombre, pues es lo que logra captar a través de las equivocadas palabras del vulgo español. Sin embargo, cuando Benina va a visitarlo y habla con él, salta a la luz la verdad: su alma no es realmente caritativa, no nace de sí la voluntad de darle una mano al prójimo y contabiliza todas sus limosnas (como si fuese un cálculo que le asegura el cielo, como si se estuviese comprando en cuotas la salvación o las indulgencias del 1500).
El juego entre el ser y parecer no se encuentra sólo en el análisis de los personajes. También encontramos estas confusiones —entre lo que es y lo que parece ser—, en la herencia soñada y en los relatos del imaginario don Romualdo, que terminan siendo realidad.
La segunda parte del dicho popular —ni todo el que anda errante está perdido— también es una crítica a la apariencia y encierra gran sabiduría. La palabra “errante” tiene dos acepciones: “que yerra” y “que anda de una parte a otra sin tener un asiento fijo”.
A pesar de parecer más adecuada al contexto la segunda acepción, la primera no deja de tener sentido. Pues quien yerra no está completamente perdido; todos podemos rectificar nuestro camino. El ejemplo válido para demostrar esta idea es el de Juliana, un personaje que se comporta pésimo con Benina y se termina arrepintiendo y dándole el dinero que le correspondía.
Explicada esta primera acepción, pasaremos a la segunda —y más rica— de ellas: el errante como vagabundo. En la novela debemos focalizarnos en Benina y Almudena, el moro ciego enamorado de ella. Ambos entran en esta descripción de errante como el que anda de un lado a otro. Y son justamente ellos quienes tienen sus convicciones arraigadas con mayor firmeza. Aunque por fuera parezcan perdidos, no lo están en su interior; por el contrario, están en búsqueda permanente y en esa búsqueda está el encuentro con ellos mismos, con su esencia. Ellos sí saben quiénes son y lo que quieren. ¿Cuántas veces volvió Benina a acompañar a su señora a pesar de ser echada por ella? ¿Qué tan convencido está el moro de la persona a quien ama? Ellos sí que no están a la deriva.
El tema del ser y parecer —a pesar de encontrarse un tanto alejado de los intereses y cuestionamientos cotidianos— es de esencial trascendencia en la comprensión del mundo en que vivimos. Aunque en un comienzo (la realidad y la apariencia) parezcan polos opuestos, no lo son. Muy lejos están de presentarse ante nosotros como extremos irreconciliables. De hecho, se entrelazan constantemente; y en esta mezcla radica nuestra confusión. No logramos distinguir lo que es de lo que aparenta ser. No logramos descifrar la realidad y ubicamos en la categoría de conocimiento a la mera apariencia.
Es increíble cómo miles de cosas que a simple vista nos parecen ciertas, luego de un análisis un tanto más riguroso, descubrimos que están plagadas de evidentes contradicciones. En la búsqueda de cualquier tipo de certeza es natural partir de nuestra experiencia personal. Sin embargo, hay un margen de error demasiado ancho en las afirmaciones inmediatas que extraemos de aquella; pues nuestros ojos no nos brindan más que una visión incompleta de la realidad.
No solemos darle crédito a nuestras “corazonadas”, sin saber que muchas veces están más cerca de la realidad de lo que pensamos. Éstas son una especie de combinación de instintos y reflejos naturales. Y aun sin comprender bien su funcionamiento, en más de una ocasión, son —sin duda— una herramienta más útil que el don de los sentidos exteriores.
Todos logran ver lo que aparentamos; mas pocos lo que realmente somos. Para no caer en este error tan común y captar lo que no se logra a través de los ojos, no hay más que mirar bien de cerca y con mucha atención. No debemos apresurarnos al calificar o evaluar, pues no todo resulta ser lo que aparenta en una primera instancia. Debemos desarrollar nuestra capacidad de observación y traspasar aquella que planteaba Baudelaire con su sentido de flâneur[6]. Hay que agudizar bien nuestros sentidos: el oro brilla como muchos otros metales; pero no todo lo que brilla es metal precioso.

Florencia Yacopino (24)
Abogada

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[1] La palabra “apariencia”, etimológicamente, se relaciona con los verbos “parecer” y “aparecer”. En el primer caso, se asocia a “ocultación”; en el segundo, es el modo en que algo se aparece o muestra, que no tiene por qué ser engañoso.
[2] Según la Real Academia Española: benévola, piadosa.
[3] De este modo comienza la descripción de Benigna en la Nota Preliminar de Misericordia.
Pérez galdós, Benito. Obras Completas, Tomo V, Editorial Aguilar, Madrid, 2003, pág. 277.
[4] Benina es extremadamente bondadosa y se encuentra dispuesta a ayudar al prójimo en todo momento. Su caridad, a diferencia de la de don Carlos, es desinteresada. Sin embargo, esta loable actitud es, a su vez, un modo de evadir su propia miseria. Ella logra escapar de sus problemas asumiendo los de los demás.
[5] Ibídem, pág. 282.
[6] El concepto del “flâneur” (paseante)  fue desarrollado por el propio Baudelaire en el sentido de aquella persona que camina por la ciudad sin un motivo concreto más allá del acto en sí.