El 2012 en novelas

Por Santiago Legarre.

Como me pasa siempre al terminar un año, tengo la impresión de haber leído menos que el año anterior. Menos en cantidad, menos en calidad, menos en tamaño. Escribir estas líneas me ayuda un poco a corroborar la veracidad de esta impresión, pero como de las impresiones no puede decirse con exactitud que sean verdaderas o falsas, siempre queda en el aire ese tinte negativo. Lo positivo es que escribir hoy me ayuda a luchar para intentar, el año que viene, terminar el ciclo con una sensación mejor.

Comenzando con lo cuantitativo, este año leí 14 libros. Cumplí el objetivo de 14 que me había puesto unos años atrás, cuando empecé a escribir estas columnas; pero a costa de angostar el tamaño de lo leído: leí dos Masters 1000, un par de 500 y una gran mayoría de Masters 250, que me sirvieron muchas veces para salir de paso y engrosar el número.

Me suele pasar que cuando decido leer algún libro es porque se alinean varios astros. Esto es especialmente cierto de libros inverosímiles (para mí), como el primero del año, El corazón de piedra verde, de Salvador de Madariaga (1000). En este caso, estos fueron los astros: mi alumna Camila —cuyo buen gusto respeto— me dijo que era su libro favorito, que quería que yo lo leyera, y que lo tenía para prestármelo; Salvador de Madariaga es el autor de otro libro, Hernán Cortés, al que por alguna razón no muy explicable, hace rato (años) que le tenía ganas; enero en Buenos Aires, por primera vez en mi vida, se presentaba como una buena ocasión para leer algo largo, si era a su vez liviano. El libro, sin ser del todo liviano, tiene mucha aventura y se deja leer de lo más bien. Si bien el autor fue miembro de la RAE, su prosa me pareció tan solo correcta. Un punto fuerte del libro es que se aprende mucho de la civilización azteca. Un punto débil es que es un libro un tanto verde —como bien lo indica el título, aunque de modo subrepticio—.

Pasé a algo cortito, comme d’habitude. ¡Pero ni siquiera lo terminé!, y esto sí que no es una costumbre. Y mucho menos cuando se comete un aparente ultraje, pues el autor es nada más, ni nada menos, que Julio Cortázar a quien, por si fuera poco, venero. Se ve que los cuentos no son lo mío, ya que a la mitad de Bestiario (250) me di cuenta de que la única razón por la que seguía adelante era el orgullo que, en este caso al menos, no me parecía buen consejero. Así que tendré que buscar alguna de las pocas novelas que me quedan de don Julio, para poder visitarlo nuevamente comme il faut.

Nuevamente los astros. Tengo un amigo del CONICET que escribe novelas. Entiendo que todas forman parte de una misma serie, de la cual la primera es El rastro de Van Espen (250). ¿Nunca les pasó que le piden medio en serio a alguien que les traiga una copia de su libro, pensando que el autor nunca lo va a hacer? Pues así fue que acabé con esta historia cordobesa de detectives en las manos. Me gustó bastante, aunque me pasa que cuando conozco al autor tengo una razón adicional para leer y para ser indulgente. Chapeau para mi amigo de la docta, Esteban Llamosas.

Más astros, relative tantum. Hace un tiempo que quería leer algo de Mark Twain. Cuando escuché decir a Hemingway, en la película Midnight in Paris, que The Adventures of Huckleberry Finn (500) era la pieza de literatura estadounidense más influyente de la historia (o algo así), me terminé de decidir. La mayor parte del libro la leí en South Bend, Indiana, con lo cual mis recuerdos se asocian con los Estados Unidos por donde se lo mire. El libro tiene algunas joyas emocionales notables —se transforma brillantemente con la irrupción de Tom Sawyer en la historia, sobre el final—, pero entre la dificultad para entender el dialecto y la aparente liviandad de buena parte de la trama no lo incluiría en el Olimpo de mis lecturas.

Primer libro del año leído con vistas al Taller de Escritura de la UCA: Morsamor (250), de Juan Valera, el autor de Pepita Jiménez y Juanita la Larga. ¡Qué alta puso la vara Valera con estas dos obras de arte! Superarla, con lo último que escribió en su vida, fue un objetivo imposible, si es que alguna vez se lo hubiera planteado. Morsamor no llega siquiera a acercarse a los pies de las otras dos. En otro orden, así como estas dos novelas tratan de temas románticos muy afines, Morsamor, en cambio, es un auténtico delirio que incluye un precursor viaje en el tiempo y una curiosa —y entretenida de a ratos— vuelta al mundo. Si bien cuenta con la envidiable pluma de Valera, no pasa nada si se lo deja pasar (y eso hice respecto del Taller, donde no lo ofrecí como lectura).

Hace rato que tenía ganas de encarar otra obra de Carlota Brontë, luego de haber leído Jane Eyre, que ocupa un lugar en mi podio (junto con Brideshead y con Anna K). Por fin le hinqué el diente a Villette, un 500 muy largo. Es un libro que no recomendaría a cualquiera, pues tiene tramos pesados y una arquitectura difícil. Pero —quizás sea decir esto vana presunción— a mí me pareció un cofre repleto de oro. Las primeras páginas, que relatan un amor infantil inverosímil (pero tan solo en la superficie de las edades de los enamorados) son de lo mejor del libro.

En el cumpleaños de Alejandro, un viejo amigo y compañero de International House, me reencontré con The Millstone, chusmeando en una biblioteca. De ese librito (250) de Margaret Drabble solo me acordaba de que giraba en torno de un aborto y de que me había gustado. (Peculiar doble “de que”.) Se lo pedí a Alejandro y lo volví a leer y me encontré con una auténtica joya, que atrapa desde la primera página hasta la última. Un clásico desconocido, que trata de casi todos los temas importantes de la vida —entre ellos, la decisión de no abortar, por parte de una mujer poco religiosa—.

En el mismo mes en que leí The Millstone, encaré —ya estando en tierra africana— Cry the Beloved Country, de Alan Paton (250): otra relectura de algo descubierto en ih hace 30 años. Ya entonces supe que se trataba de un clásico sudafricano; pero ahora lo aproveché infinitamente más. Es un libro que combina una prosa tipo Cormac McCarthy en The Road (aunque en Cry se usa mucho dialecto zulú), con una capacidad de expresar sentimientos y emociones que pocas veces he visto. En mi primera lectura se me había quedado grabada en la memoria alguna frase del libro (sobre todo, las palabras iniciales); en esta segunda, me quedo con tierra africana que penetra todos mis sentidos y que, pienso, nunca se irá del todo.

Otra lectura para el Taller, Tormento, de Benito Pérez Galdós (500). Este libro ratifica una tendencia: don Benito es infalible. Hasta ahora, no hay libro suyo que no me haya gustado mucho. Sin duda, Tormento está entre los mejores, aunque todos (por ahora) están debajo de Fortunata y Jacinta. Se trata de un libro con un tema muy espinoso, pues involucra el amor de un sacerdote, que justamente llama a la protagonista “mi Tormento”. Pero Galdós trata el tema con altura y criterio. Mucho más controvertidas son, en todo caso, sus opiniones implícitas sobre otros temas que las convenciones de la época consideraban un tabú intocable. En estos —de los cuales el mejor ejemplo es la situación turbia que parece venir reivindicada por el final del libro, pero que nada tiene que ver con el sacerdote— se puede discrepar (o no), pero en todo caso el autor dista de sostener tesituras arbitrarias.

Hace algunos años Jaime Nubiola me recomendó La petite fille de Monsieur Lihn, de Philippe Claudel (250). En ese momento no presté mucha atención a la recomendación. Poco después vi una película francesa que me gustó mucho, Il y a longtemps que je t’aimé —la tremenda historia de una mujer que sale de la cárcel, encarnada por Kristin Scott Thomas—, y detecté al pasar el nombre de Claudel en los títulos, como director. Entonces me decidí a seguir el viejo consejo de Jaime y, cuando pude comprarme La petite fille en francés, en la estación de tren de Berlín, encaré su lectura. Libro muy corto, triste, excelente y emotivo. Tremenda sorpresa final y dificultad permanente para desentrañar la nacionalidad de Monsieur Lihn, a quien no podía dejar de imaginarme negro a pesar de su nombre.

Una vez, sin proponérmelo, vi en un avión una película americana llamada Flipped. Cuenta la historia de amor de dos chicos de unos 10 años, Juli Baker y Bryce Loski. ¡Me encantó! Llegué a Miami y se la recomendé a mis sobrinas. La mayor de ellas (Margarita), que tenía esa edad, ya la había visto; más aún, en ese momento estaba leyendo el libro homónimo (de Wendelin van Draanen) para el colegio. Es un 250 muy recomendable, que leí un tiempo después de que Margarita me lo regalara. El vocabulario es difícilmente comprensible para un niño (como me ratificó mi otra sobrina, Olivia, que lo leyó al mismo tiempo que yo) y difícilmente comprensible para un argentino: lleno de jerga adolescente y de palabras o novedosas o inexistentes. El formato del relato es lo más original de todo, ya que cuenta la historia de a ratos desde la perspectiva de Juli y de a ratos desde la de Bryce. Como suele ocurrir con otros relatos y con otras mujeres, Juli se lleva toda la gloria.

Llegó el turno para el Evelyn del año y por una serie de… astros, tomé de mi estantería Rossetti: his Life and Works. Es una de las tres biografías que escribió Waugh —y uno de sus primeros libros—. Su pluma extraordinaria despunta incipientemente. Muchos de los temas de Brideshead Revisited ya se anuncian aquí. (En especial, a mí me sirvió para entender la idea de quasimodo civitas firma, así como su procedencia dantesca.) Creo que la única vida de un pintor que había leído antes había sido la de Miguel Ángel, de Irving Stone. Evelyn logró que me interesara esa profesión, a la vez que me mostró cuánto le importaba a él —tanto quizás como a Charles Ryder, que también era pintor—. Además, tiene una teoría sobre la importancia de la moral para la vida del artista que me parece sanamente seductora. En fin, sin ser un must de la bibliografía de Evelyn, quizás se aplique a este libro aquello de que cuando se lee a los mejores siempre se gana algo.

Y llegó el turno para el libro del año: Moby Dick (1000). Es una novela aparentemente caótica, en la cual la trama se intercala con descripciones, a veces innecesarias, aunque siempre valiosas en sí mismas, y siempre interesantes para fanáticos de barcos (no es mi caso) y de cetáceos (sí lo es: la larga parte del libro titulada “Cetología” me fascinó, con independencia de su poca actualidad científica). El famoso capítulo “La blancura de la ballena” tiene su fama muy bien ganada. En él brilla el extraño tono casi cómico y flagrantemente inverosímil que domina parte de la obra. Si bien este tono no es muy fácil de detectar, tiene un ejemplo sobresaliente en los tramos iniciales que relatan la relación cuasi conyugal entre el protagonista y el indígena Queequog —tal vez la mejor parte del libro, y sin duda la más graciosa—. Como bien resumió mi amiga, la filósofa Paola Delbosco, Moby Dick es la historia de una obsesión: la obsesión del oscuro capitán Ahab por la ballena blanca —que en realidad es un cachalote—; si bien esta última no es un ser humano, el saldo moral final es a favor de la ballena, que sabe “olvidar”; no así el hombre preso de su obsesión, que lo acompaña hasta el fondo del mar. ¿Es un gran libro Moby Dick? Con respeto me atrevo a contestar: sí. ¿Se lo recomendaría a todo el mundo? Sin dudar me atrevo a contestar: no. Esta segunda visita a Herman Melville me lleva a pensar que sus libros requieren un paladar muy especial y, de a ratos, especializado.

La última lectura del año fue un regalo de mi alumna Luisa; y el primer libro de Hugo Wast que leo desde la escuela primaria. (El anterior, Desierto de Piedra, me había encantado.) Alegre no es, solamente, un libro alegre. Se torna melodramático y termina, para mi gusto, con un tinte triste en exceso. Todo el libro es un canto a la inverosimilitud, pero todo él atrapa, desde la primera página a la última. Va a ser una buena elección para el Taller de Escritura del año próximo…

Santiago Legarre (44)
Lector
31 de diciembre de 2012