De sirenas, príncipes, bellas y bestias

Por Clara Minieri.

La Sirenita es, quizás, de las películas más peligrosas de Disney.
Para los que no se acuerdan, es la historia de una sirena, Ariel, que se enamora a primera vista de un príncipe humano espléndidamente buenmozo, Eric. El barco de Eric naufraga, ella lo salva, y él, medio ahogado y todavía débil, se enamora de la voz de ella.
Siendo de especies distintas (sirena y humano), no eran exactamente compatibles. Pero en vez de aceptar ese dato de la realidad, con el fin de poder ser parte del mundo de Eric y así estar con él, Ariel resolvió llegar a un acuerdo con una bruja, Úrsula, para cambiar algo que hacía a su esencia —su cola de pez— por piernas, entregando su voz —¡y eso que ella amaba cantar!— como contraprestación. Sujetó su alma a la perdición si no cumplía con la condición resolutoria pactada: lograr un beso del príncipe antes del atardecer del tercer día como humana.

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Es verdad que el contrato era nulo porque versaba sobre objetos que estaban fuera del comercio. Es cierto también que estaba mal aconsejada, pobre Ariel, entre el encargado de cuidarla —un cangrejo cascarrabias que no supo usar la psicología inversa— y un pez amigo que todo le aplaudía, a lo que se le suma que su contraparte se aprovechó de su supuesta necesidad, ligereza e inexperiencia, y que la terminó de persuadir.
De todos modos, nada puede quitarle a Ariel responsabilidad: se dejó convencer por la bruja, porque la realidad es que, en el fondo, estaba dispuesta a pagar cualquier precio, porque así son los corazones que están sordos y enceguecidos: solo escuchan los consejos y ven las piezas que mejor encajen con su plan. “Be careful what you wish for”, dicen los angloparlantes, porque ahí donde está puesto el ojo, es hacia dónde inevitablemente rumbeamos.
Dejando atrás a su familia, demás afectos y todo su mundo acuático, salió con sus nuevas piernas —y sin voz— a conquistar a un príncipe. Cómo uno encuentra terreno común y funda una relación con otro sin tener capacidad de dialogar, no lo sé. Igual logró una salida con el galán de Eric, que la llevó a andar en bote, y mientras ella le hacía ojitos, le revoleaba el pelo y de fondo sonaba una de las mejores canciones de la historia de Disney (“Kiss the Girl”), su príncipe le quiso dar ese beso que ella tanto necesitaba para cumplir con su parte del contrato, aunque fue imposible, no por la resistencia de Ariel, que ya a esta altura hasta tenía un moño puesto, sino debido a obstáculos externos.
Mientras la Sirenita había pagado tan alto precio para corretear detrás de su príncipe, para las empresas del corazón Eric —con el objeto de distribuir mejor el riesgo— había diversificado su portafolio de inversión (algo que tampoco le podemos echar demasiado en cara; él no le había pedido ni prometido nada a Ariel). Así es que casi se casa con otra (nada menos que con Úrsula disfrazada).
En la versión de Disney, justo antes de los votos matrimoniales vence el plazo del contrato, Ariel vuelve a su forma natural de sirena y recupera su voz; con su canto, Eric se da cuenta que la ama a ella y no a Úrsula, pero ya es demasiado tarde, Ariel ya no logró el beso y su alma está perdida. El padre de la Sirenita, que tanto la quería (a pesar de que ella lo había abandonado sin pensarlo dos veces), se entrega en su lugar a Úrsula, en una suerte de cesión de deudas. Eric, en una batalla naval épica, vence a la bruja podrida y salva a su suegro, quien luego transforma a Ariel en humana y bendice su unión.
Como se trataba de Disney, claro que hubo un final feliz, lo cual es un poco lamentable, porque cuando las cosas terminan bien, caemos en la ilusión de que los hechos que llevaron a ese desenlace valieron la pena (dicho en Shakesperiano, “all is well that ends well”). La versión de Hans Christian Andersen, aunque es terrorífica, es superior por ser moralizante: las piernas de la Sirenita son el resultado de que la bruja le cortó la cola en dos, y con cada paso que da se va desangrando de a poco y siente un dolor agonizante, como si pisara cuchillos, aunque ella se esmera por sonreír. El príncipe efectivamente se casa con “la otra” y la Sirenita se disuelve en un charco de lágrimas y espuma de mar. El mensaje es claro: cambiar tu esencia, olvidarte de tus demás amores por una peligrosa obsesión puede desembocar en una catástrofe.
Tal vez, para mitigar un poco el daño causado por el final de La Sirenita, la siguiente película de Disney fue La Bella y la Bestia. Su protagonista, Bella, al igual que Ariel, estaba cansada del mundo en que vivía, de su “little town full of little people”. Incluso la corteja el galán del pueblo, Gastón, y ella no puede estar tan poco interesada en sus frivolidades y superficialidades. Hay igual una sutil pero enorme diferencia entre la huida de Ariel y el corazón de Bella, que le pide más de lo que el medio ofrece.
Bella cae presa de la Bestia por ser ella la que va a rescatar a su padre de su cárcel y garras (¡al revés que Ariel!) y, a pesar de bancarse unos cuantos gruñidos, al poco tiempo empieza a abrir los barrotes detrás de los cuales Bestia había guardado su corazón. Por suerte, en ese cometido no siguió el ejemplo de Ariel y no se mimetizó, no se convirtió en bestia ella, sino que con la dulzura y firmeza que la caracterizaba como mujer, le fue mostrando a Bestia lo que era la cordialidad, el cariño, el afecto.
Uno podría decir que Bella sufría de Síndrome de Estocolmo y que esta película de Disney en realidad manda el mensaje erróneo a las mujeres de que se puede cambiar a los hombres (más allá de ayudarlos a mejorar o a empeorar). Pero la ficción muchas veces recurre a la exageración para grabarnos mejor la lección, y Bestia es un claro ejemplo de que las personas somos todas héroes y villanos, y si vamos a representar el bien y el mal como blanco y negro, entonces somos una paleta que contiene ambos colores. Muchas veces, en los enredos que son nuestras intenciones y acciones, se mezclan los tonos y salen grises, o pintamos con los dos a la vez, y salen manchones con blancos y negros ya no fusionados sino distinguidos. Por eso, lo más importante para juzgar el carácter de alguien es ver, más allá de qué color predomina, de qué tipo de madera está hecha esa paleta, algo que requiere ojos y corazones muy entrenados.
Bella sabe que no hay trigo sin cizaña y como heroína que es, ama a todo el campo por igual. Sabe que amar no es encontrar un objeto, un Eric, sino que es un verbo, una acción que tiene detrás una decisión que se vuelve a tomar todos los días y que se ejerce en todo y con todos. Hace lo mejor que puede con sus circunstancias que están dadas; aunque es prisionera en un castillo, trata amablemente a todos sus habitantes y se hace amiga de ellos, incluyendo a la Bestia, y termina iluminando ese lugar tenebroso, volviéndolo un mejor lugar.
Posiblemente la clave de la película está en la frase de la introducción: “For who could EVER learn to love a Beast?”, una línea muy superior a su equivalente en la película doblada, “¿quién podría amar a una bestia?”. Porque es natural tener rechazo hacia lo feo, lo malo, lo monstruoso, lo bestial. No amamos a las bestias por una tendencia innata. Aprendemos a amar a las bestias. Como humanos imperfectos que somos, no nos queda otra que ser valientes y abrazarnos al todo, a las luces y a las sombras, propias y ajenas.
Por otro lado, no hay amor a primera vista entre Bella y Bestia. No hay ceguera causada por la pasión, sino afecto que va in crescendo. Canta Bella sobre la trama de su libro preferido: “here’s where she meets Prince Charming, but she won’t discover that it’s him ‘til chapter three”. Aplica lo mismo a su vida amorosa, porque, como ser inteligente que es, no se deja engañar por las apariencias, y sabe que se necesita tiempo para ver quién es esa persona que se tiene enfrente.
A su vez, Bestia es gruñón y un poco malhumorado, pero también hay en él mucha ternura, que se vislumbra en sus miradas y pequeños gestos, para el deleite del espectador. Es algo así como la versión de Disney de Mr. Rochester y Mr. Darcy. Es también muy atento; resulta imposible olvidar la escena cuando Bestia le pregunta a su amigo cómo se hace para enamorar a las mujeres, y aunque este le responde que se puede lograr con “flowers, chocolates, promises you don’t intend to keep”, él no sigue el consejo y le hace a Bella, una lectora acérrima, un regalo perfecto, pensado a medida: una biblioteca alucinante.
Bestia dista de ser Eric; no es el típico príncipe azul, pero por eso justamente es que no destiñe con y resiste al lavado hecho con el jabón y el agua de realidad. No tiene gracia, pero tiene sustancia. No tiene brillo, pero tiene oro. Y habiendo sido fiel en lo poco, después lo es en lo mucho: su máxima demostración de amor es liberar a Bella cuando ella se entera que su padre está enfermo, a sabiendas de que eso implicaba su condenación a ser bestia para siempre (aunque ella después vuelve, se rompe el hechizo y él vuelve a ser príncipe).

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Además de que dejar ir a alguien es una enorme muestra de amor, Bestia demostró ser tan grandioso como Bella, que se había entregado en lugar de su padre como prisionera al principio de la película, porque lo que hace a los verdaderos príncipes y princesas, caballeros y damas, más allá de sus encantos o sus modales, es su humanidad y capacidad de amar tan grande que los lleva a rescatar a los demás incluso cuando eso implica su propia perdición.
En la mitología griega, el canto de las sirenas seducía y enloquecía a los marineros, que al oírlo, se lanzaban desesperados al mar, solo para morir ahogados. Incluso en la versión de Disney, el capricho de la Sirenita por su “amor objeto” casi termina con su propia destrucción, la de su padre y la de su príncipe. Bella sabe que el “amor verbo” es el que lleva a la plenitud, acepta y ama a la Bestia como es, en su imperfección total, y así es que lo salva; ese amor es lo que le lija las asperezas, y de monstruo vuelve a ser príncipe.
Es que, al ser imperfectas como nosotros, las relaciones humanas más bellas van a ser siempre aquellas en que más se abrace a las bestias.

 

Clara Minieri (27)
Abogada
claraminieri@hotmail.com