Por Estefanía Servian.
Notre Dame de París, la extraordinaria obra de Víctor Hugo, tuvo su versión edulcorada con la tierna película de Disney —apta para todo público— conocida como “El jorobado de Notre Dame”.
Esa ternura, a primera vista, desentona con el mundo de Víctor Hugo —el escritor que más increíblemente describió la miseria espiritualhumana, más allá de la pobreza material—.
Si bien su descripción más perfecta de la pobreza humana se encuentra en Los Miserables, su obra más conocida, Notre Dame de París, a través de Quasimodo —cuyo nombre connota que le faltaba algo de todo—, nos presenta a un desagraciado de verdad. No sólo carecía completamente de cualquier tipo de belleza física, sino también de amor, ya que su fealdad exterior impedía a las personas mirar a través de él.
Su antítesis, Phoebus de Chateaupers —el Capitán—, era un galán rubio, de buen porte, elegante y de ojos claros como el agua (así nos enseña Disney que son los galanes, y también Víctor Hugo; así que de este modo debe ser el prototipo). De modales delicados y sutileza en las formas, había sido excelentemente criado y exacerbaba esas cualidades. La paradoja, magistralmente planteada por Víctor Hugo, está en que quien creyera en ellas estaría alejado de la realidad: Phoebus era grosero, y se contenía para no decir palabrotas delante de las damas de sociedad.
Con este juego de opuestos, Hugo parece querer decir que quien cumple con todos los puntos de lista imaginaria de lo que debe ser una buena persona, puede no serlo necesariamente… y viceversa. No obstante, Hugo también quiere decirnos algo con respecto a los ojos de quien mira, que la belleza está en los ojos del que ama: que tal vez sean los ojos del amor —ojos llenos de amor en la mirada— los que permitan que alguien vea en el otro cualidades distorsionadas o, quizás, inexistentes.
Esmeralda miraba a Phoebus y se derretía de amor, creyendo ver en su belleza física la hermosura de su alma. Con los mismos ojos apenas podía mirar a Quasimodo, porque le daba asco: no lograba ver los pequeños gestos de amor de él hacia ella. Tampoco podía ver que esos mismos gestos demostraban su bondad y que, más allá de las palabras y de las buenas intenciones, son las actitudes las que permiten ver cómo alguien es en realidad. Que no basta con la confianza o la empatía que se pueda tener con las personas, con creer que les cuesta mostrarse como uno cree que son en realidad. Los sentimientos que nos unen a esas personas objeto del cariño pueden nublar el juicio o endulzar las apreciaciones objetivas de lo que, a fin de cuentas, las personas realmente son. En cierto punto, resulta injusto que estas personas descansen en el amor del otro, sin esfuerzo: el vínculo requiere de cuidado.
En la obra de Víctor Hugo, el galán precisamente no es del todo bueno. Pero Disney hizo un trabajo excelente: recontó la historia de un modo alegre. Aunque la película en realidad es cruel, eso es algo que, como espectadora, noté recién “de grande”. Ver a Claude Frollo, el villano, ser empujado al fuego, pudo no generar un trauma de pequeña: era explicable en un contexto reduccionista en que Frollo era malo, el Capitán Phoebus una excelente persona, Quasimodo era feo y Esmeralda —que era bonita— tenía un corazón de oro y adoraba a Quasimodo, pero estaba enamorada del hermoso príncipe (a saber, el Capitán).
Al leer la novela fue posible descubrir “la maravilla” del mundo de Disney al poner en escena personajes miserables y convertirlos en pintorescos; al convertir una historia oscura en una con final feliz; al transformar una tragedia en un cuento para chicos. Eso es lo maravilloso de Disney.
Paradójicamente, esa “maravilla” no siempre muestra la riqueza de la realidad: la humanidad de Frollo sólo se encuentra en la novela. En los cuentos infantiles el malo debe ser cien por ciento malo. En la novela se aprecia que tiene, poéticamente hablando, corazón: que cuidó de su hermano menor como un padre, que era un hombre de estudio, que su fe era sincera. Solo a través de las descripciones de Víctor Hugo uno entiende a este archidiácono de la Catedral de Notre Dame. La oscuridad en la novela apareció con Esmeralda, la gitana que literalmente lo enloquece, y que se convirtió en su objeto de odio hasta la muerte. Inexplicable, como en todos los dramas, es que sea un amor lo que lo lastimara.
En la novela, a diferencia de la película, Phoebus de Chateaupers “[…] tuvo también su final trágico: se casó.” [1] Con picardía, Víctor Hugo demuestra que el matrimonio no siempre es un final feliz de cuentos. Que no es el “vivieron felices para siempre” de las películas de Disney. El casamiento de Phoebus con su prima (y no con Esmeralda, como uno podría pensar) lo aleja de la felicidad. “Amor = matrimonio”, no es una ecuación que se dé siempre de ese modo. Hay quien se casa por otras razones: porque está mayor, por dinero, porque no se quiere quedar solo… Y de entre las diversas razones moralmente reprochables por las que uno se podría casar, está la razón por la que se casó Phoebus: tal vez desmerecía a Esmeralda por considerarla indigna de él —él, un Capitán de familia acomodada; ella, una huérfana gitana perdida—, o por pensar que jamás se podría enamorar de ella, o por ser incapaz de brindarse a otro sinceramente debido a su amor hacia sí mismo. Y por eso perdió a la gente que lo quería de verdad: así perdió a Esmeralda (aun cuando ella lo amaba), al decidir no salvarla, adicionando así la cobardía a su egoísmo.
Quasimodo, pese a intentarlo, no pudo salvarla y se condenó con ella. Los que hayan leído la novela (leerla en el idioma original debe ser más enriquecedor) sabrán que el final se aleja de la gran fiesta llena de alegría de la película animada. Simbólicamente tierno, el final de la novela resulta tétrico.
En definitiva, Víctor Hugo nos permite plantear preguntas que Disney no nos deja hacer: ¿Existiría algo bueno en Phoebus, que solo Esmeralda había encontrado? ¿O eran los ojos del amor de Esmeralda los que creían ver aquello inexistente? Quizás la cruda realidad detrás de Notre Dame de París sea tan solo que los príncipes “azules” —dejando a un lado, claro está, a los príncipes por título de nobleza— no existen. Sólo se los puede ver en el maravilloso mundo de Disney.
Estefanía Servian (26)
Abogada
estefiservian@hotmail.com
[1] Notre dame de París, Hugo, Victor, Alianza Editorial, 2008, Pág. 696.