Por Estefanía Servian.
Hace unos años ya, leí una de las novelas más conocidas de Juan Valera. Esta novela, además de permitirme reconocer el nombre en un monumento muy lindo rodeado de flores en las calles de Madrid, con una escultura de una joven y bonita mujer a sus pies (mujer que, claro, pensé que podría ser Pepita), me permitió darme cuenta que con el paso de los años podemos reconocernos, si no nos hemos traicionado a nosotros mismos, en nuestros pensamientos de entonces y que aquello que creíamos puede estar más firme. También que la valentía y el concepto de virtud no tienen tanto que ver con la madurez, sino con la perseverancia, y que la cobardía puede durar toda una vida.
Luis de Vargas creía ser un hombre virtuoso. De cualquier forma, así había sido criado. Y de ese modo era visto por quienes lo conocían —o sabían de él—. Consideraba que ser virtuoso era actuar conforme a lo que debía hacerse, y él cumplía a la perfección con aquello que se esperaba de él: era un joven bueno, caritativo, de puros sentimientos, que amaba a su padre.
A la edad de diez años, fue enviado a vivir con su tío. Tal fue la voluntad de su padre, Pedro, quien buscaba para su único hijo una buena educación. Él, pese a ser un hombre de mucho dinero, no podía brindarle a su primogénito una gran contención ni inculcarle una vida recta, llena de valores, que ni él mismo poseía. Creyó, por lo tanto, que eso podría hacerlo perfectamente su hermano mayor, hombre cercano a la Iglesia. Éste al ver la bondad que su joven sobrino tenía, quiso convertirlo en un hombre de Dios. Lo educó con pasión por la lectura, enseñándole a los mejores autores y alejándolo de las tentaciones mundanas. A muy temprana edad, Luis decidió que iba a ser sacerdote. Reconocía que todo lo que era, a él se lo debía; su tío era responsable de aquello en lo que con los años se había convertido: un hombre de bien.
Toda esa entereza que veneraba de sí, se le presentó confusa cuando conoció a Pepita Jiménez. Aquella seguridad que había sentido siempre se puso en duda y no volvería a ser el mismo. Sentía curiosidad por esa chica de quien la gente hablaba constantemente, teniendo razón para ello: era una joven de veinte años, viuda hace dos, de un hombre bastante mayor que, además, era su tío. Había heredado una fortuna de él, un hombre rico, producto de dedicarse a un oficio poco respetado: prestamista. Poseedora de una belleza pocas veces vista, se dedicaba a la caridad y parecía continuar su luto. Se sorprendió gratamente al conocerla mejor ya que no era presumida ni codiciosa, pudiendo serlo al tener tanta hermosura y tanto dinero.
En un primer momento, adjudicó los pensamientos sobre Pepita a lo interesante de su historia o al aburrimiento que le provocaba estar en el campo donde no había mucho para hacer. Con el correr de los días, comprendió que ella le hacía sentir cosas que jamás había vivido: cada vez que le daba la mano, el corazón parecía salirle del pecho; con cada mirada suya, sentía desfallecer. Aun así, habiéndose sentido mal cada vez que la veía, quería verla en más oportunidades. Esos pensamientos lo hacían sentir mal. Se hallaba invadido por la culpa y era, justamente, ese sentimiento el que no lo estaba dejando vivir. En cada carta que escribía a su tío expresaba la desesperación que sentía ante algo tan nuevo, tan único que se le complicaba hasta describir. Para agregarle más tragedia a la historia del aspirante a sacerdote y la joven viuda, el padre de Luis era uno de los tantos pretendientes que ella tenía. Culpa sentía, doblemente, por traicionar a Dios y a su progenitor, al querer a esa mujer prohibida.
Pese a todo, deseaba con ansias que ella sintiera lo mismo. Creía ver signos de amor en la forma en la que lo miraba, se contentaba pensando que lo quería a él, que lo prefería ante todos. Al ver a Pepita en el río aquel día, esa primera vez que estuvieron a solas, la miraba distinto, de una forma que le era imposible ocultar su amor. Ella, que veía que él se hallaba incómodo, se dio cuenta y se lo dijo:
“[…][N]o es un sentimiento propio de quien va a ser sacerdote tan pronto, pero sí lo es de un joven de veintidós años”. [1]
Luis se sintió mal y en evidencia porque Pepita le estaba dando a entender que sabía lo que sentía por ella. Los días siguientes casi no hablaban, pero sin decirse nada se decían todo. Y eso era peor.
Tenía su vida planeada al llegar de visita a lo de su padre. Era cuestión de días convertirse en sacerdote y confiaba en tener un amor firme hacia Dios: creía amarlo más que a todas las cosas. Lo desconcertó ese sentimiento por Pepita, esa sensación tan nueva para él, aquel deseo incontrolable, esos recuerdos y pensamientos que le quitaban el sueño, el hambre y las ganas. No lograba comprender lo distinto del amor que sentía por Dios y por esa mujer. Dios no le generaba exclusividad ni egoísmo, sentía que podía darlo todo por Él y no le causaban celos que sea amado y ame a todos. Por el contrario, lo que lo unía a Pepita —ese “amor de odio” como lo denominaba— era egoísta, conflictivo; la quería solo para él, deseaba ser el único en su vida. Cuando estaban cerca, sentía amarla, pero cuando se alejaba, se encontraba dominado por la bronca y la angustia. Simplemente estaba enamorado. Sin embargo, eso que parece tan bonito era llevado como una carga por él ya que veía debilitarse su virtud, aquella que tanto había cultivado.
La frase “nescit labi virtus”[2] no está ubicada casualmente en el inicio de la novela. Expresa con toda claridad el pensamiento de Luis a lo largo de la historia. Siempre creyó en la virtud como valor fundamental y que ella se mantenía imperturbable: el hombre virtuoso no decae ante nada, no es frágil. Lo asociaba principalmente con la debilidad en los sentimientos, con el amor. Para él, virtud era no caer en las tentaciones, mantenerse seguro de sus elecciones, transitar el camino del bien, impidiendo que lo aborde la duda. Se creía virtuoso por negarse a jugar a las cartas por dinero o a luchar como hacían los hombres de la época, por no desear a una mujer y no querer formar una familia. Se creía completo con Dios. Interiormente, pensaba que era mejor que todos los demás por esas cosas. Y se iba reconfortando por aquellas pequeñas privaciones que nunca sintió. Hasta conocer a Pepita. A Luis, ella le cambió la vida. Provocó que todas sus creencias y convicciones cambiaran, demostrándole que no se es menos hombre por darse por vencido ante las emociones que uno siente. Le enseñó que nadie puede tener el proyecto de vida armado, que Dios nos pone cosas en el camino que no solo son obstáculos que deben saltarse.
Luis no negaba que la amaba, que era la representación de aquello que nunca había sentido. Tenía conciencia de que lo que lo unía a Pepita era especial y único porque había visto a lo largo de su vida a otras mujeres y se le había representado la belleza de una, pero, de todas formas, jamás había dudado. Sólo decía que debía sacrificarse y, con todo el dolor del alma, volver a Dios. Reconocía que iba a tomarle tiempo y esfuerzo olvidarla, pero estaba dispuesto a ello para continuar con su vida planeada. Le exigía a Pepita que hiciera lo mismo. Ella, que había enviudado dos años atrás, jamás se había sentido tan abandonada. Cuando fue a visitarla con el objetivo de despedirse, se dio cuenta que en él debía existir una apariencia de virtud, que no debía ser tal; de lo contrario, no hubiese caído en los brazos de Pepita. Dice Luis:
“[…] Si hubiera habido virtud sólida en mí, con el tiempo te hubiera desengañado y no hubiéramos pecado ni tu ni yo. La verdadera virtud no cae tan fácilmente. A pesar de toda tu hermosura, a pesar de tu talento, a pesar de tu amor hacia mí, no, yo no hubiera caído, si en realidad hubiera sido virtuoso, si hubiera tenido una vocación verdadera. Dios, que todo lo puede, me hubiera dado su gracia […]”. [3]
Aunque él no lo creyera de esa forma, continuó por el camino de la virtud incluso eligiendo a Pepita, ya que hay que tener mucho coraje, demasiada fuerza para deshacer el camino hecho, al decirle “no” a los sueños de toda una vida. No fue débil al elegirla a ella: se hizo fuerte al cambiar de vida. Y eso no es más que una de las características del hombre virtuoso. Con un pie dentro del sacerdocio, decidió abandonarlo para vivir junto a la mujer que amaba, casarse con ella y tener hijos. A esto se le llama no saber de debilidades. Si hubiese sido débil, como él mismo creía, hubiese seguido a Dios, convirtiéndose en sacerdote como estaba previsto. Se hubiese atado a Dios como castigo, como una penitencia. Además de por pura comodidad porque es débil, también, quien prefiere no arriesgarse por estar seguro haciendo lo que hace. No es correcto decir entonces que continuó siendo virtuoso, ya que jamás dejó de serlo. Fue un hombre que practicó la virtud hasta el final de sus días.
Estefanía Servian (28)
Abogada
estefiservian@hotmail.com
[1] Ídem, p.56
[2] Expresión proveniente del latín, que significa: “La virtud no conoce de debilidades”.
[3] Ídem p.140