Por Laura Zozzolotto.
Pueblo chico, infierno grande: ¿para quién?
En primer lugar, y sin tapujos, voy a mencionar que esta obra, de todas las abordadas en este año en el taller, es una de las que más se acerca a la realidad contemporánea, con la salvedad de los cuestionamientos morales que Bonis nos deja entrever a través de los capítulos y que, en nuestros días, no muchos se harían a sí mismos.
Sin perjuicio de las propias diatribas de este personaje, al concluir la novela, no hay vencedores ni vencidos: la historia parece desarrollarse sobre un péndulo de idas y vueltas que nunca llevan a ningún lado. Y en esto también nos acercamos al presente.
Quizás también fuera la apatía que tanto hoy nos caracteriza lo que me hizo “actualizar” esta novela, porque no logré sentir compasión ni lástima por ninguno de los personajes. Tampoco los desprecié ni amé, pero logré contextualizarlo.
En definitiva, entendí el relato a través de mis ojos modernos pero, a su vez, sin lograr identificarme.
Por eso propongo que, si bien el relato podría inicialmente encuadrar en el escenario de “pueblo chico, infierno grande”, las implicancias morales de los hechos narrados para cada uno de los personajes son inexistentes. Entonces, ¿quién sufre el infierno?
Cuando todos somos demonios, los límites del mal se desdibujan y, por ende, el plano de lo moral no entra en discusión.
En definitiva, cuando se relativiza o se pierde la distinción entre el bien y el mal, todo está permitido. Y el infierno es grande.
Bonifacio Reyes: de pobre diablo a diablillo. Y nuevamente, pobre diablo
Bonis, uno de nuestros principales personajes, no es considerado como tal hasta adentrada la historia. Azotado y aturdido por su esposa, es visto —primeramente— como un pusilánime que se deja manipular y controlar. Un hombre sin iniciativa, por lo menos, hasta la llegada de los artistas al pueblo. Aquí, su vida comienza a dar un vuelco que, en realidad, nunca llegaría a concretarse.
Es que Reyes fantasea y filosofa y nunca logra desprenderse de las cadenas originales: cree que da rienda suelta a sus pasiones con Mochi y Serafina pero, en realidad, solo termina prisionero de sus propias elucubraciones, que no son más que algún indicio de preceptos morales y el qué dirán (ambos objeto de este ensayo) que comienzan a hacer mella en su persona.
Pero si bien Bonis intenta redimirse y comienza a controvertir la moralidad de sus actos —es decir, a los ojos del lector, comienza a convertirse en el héroe de la historia—, todo lo que lo circunda comienza a degradarse a tal punto que ninguno de los personajes logrará recuperarse.
Todos y cada uno de ellos se convierten en una especie de “Gollum” tolkiense: pierden su rumbo catastróficamente e irreversiblemente. Los dejos de humanidad que se traslucen en ciertas ocasiones no logran sobreponer las realidades consolidadas.
No niego que Reyes al final de la novela pretende convertirse en una suerte de “Frodo llegando a Mordor” y trata de hacer el bien a toda costa. No obstante, su corrupción y la de sus allegados han calado hondo y, una vez más, no será muestro héroe sino el pobre diablo (ahora coronado[1]) que conocimos en un principio.
Porque también, en definitiva, sus elecciones en pos de un comportamiento “moral” tampoco nacen primigeniamente de una meditación sobre el tema sino, más bien, influenciadas por los otros y por el qué dirán (recuérdese el martirio de Reyes al utilizar dinero prestado y no poder devolverlo). Es decir, las palabras (aunque no dichas) de los otros que influyen en Bonis en una gran parte, aun cuando los otros también sean reprochables por sus actos.
Nadie fue y fueron todos: el verdadero infierno
De este modo, llegamos a la conclusión de que, al no tener incidencia la moral en este libro, el qué dirán toma relevancia.
Cada uno de los personajes principales se ocupa de su propia degradación moral (Reyes con Serafina y sus desmadres monetarios, Emma con Minghetti, Nepo robándole a su sobrina…) sin preocuparse demasiado del resto.
Pero sus depravaciones son secretos a voces: por más que intenten ocultarse ya han llegado a la esfera de conocimiento popular. Sin embargo, los personajes se amparan en los silencios ajenos para pretender que sus vicios continúan ocultos porque, en la medida en que no se expliciten (como sucede en la novela), la juerga continúa.
Finalmente, y volviendo a lo mencionado al inicio de este ensayo, en el relato de Clarín no parece haber moral, pero, a pesar de lo expuesto precedentemente, el qué dirán tampoco es elemento de relevancia que sirva a la contención social.
Todos los protagonistas que Clarín nos presenta dan rienda suelta a sus deseos a partir de justificaciones diversas, sin situar sus acciones ni evaluar su moralidad: lo que importa es la satisfacción inmediata de su bienestar. Esto se asemeja mucho a nuestra realidad, en donde los límites innumerables veces son relativizados, sino difuminados, y la no contención da lugar a perversiones inusitadas.
El infierno —tanto en Su único hijo como en nuestro presente— entonces, somos todos y está en cada uno.
Laura Zozzolotto (27)
laurazozzolotto@gmail.com
[1] Eufemismo de cornudo (la misma expresión utiliza la edición de Akal).