Por Guadalupe Fernández Mehle.
Cuando terminé de leer Absalom, Absalom!, de William Faulkner, me sentí como si hubiese vuelto de un caótico viaje. Caótico, porque había escuchado la historia de Thomas Sutpen y su familia en partes y desordenada, sabiendo siempre el final de la historia, pero teniendo que esperar hasta el final del libro para entender el porqué.
Los distintos narradores de Faulkner fueron contándome la historia, hasta donde cada uno la sabía, en interminables párrafos compuestos por extensas oraciones, sin reparo de respetar el orden cronológico de los hechos ni ocultarme el desenlace para mantener mi interés. Porque si todos en el pueblo de Jefferson, Mississippi, conocían ya que Thomas Sutpen había causado no solo su muerte sino la de casi toda su descendencia, yo podía saberlo también. Lo que ellos querían contarme era lo que muy pocos sabían: qué parte del diseño de Sutpen había salido tan mal como para provocar tales consecuencias.
Thomas Sutpen tenía un plan, un diseño, para seguir por el resto de su vida; cada acción ordenada a su meta final: salir de la pobreza y forjar una dinastía. Pero ese diseño, que gracias a su determinación estuvo muy cerca de concretar, se frustró para siempre por culpa de un gran error, que cometió cuando era joven y decidió no reparar cuando tuvo la oportunidad, a pesar de que la vida le dio muchas.
El motivo por el cual Sutpen no pudo hacerlo fue que nunca se dio cuenta de cuál era realmente su error. Y esta ignorancia no era enteramente su culpa, sino de cómo había sido criado; de la creencia —tan arraigada en la sociedad desde tiempos inmemoriales y que aún no se ha logrado erradicar del todo— de que hay seres humanos que son inferiores a otros simplemente por ser diferentes: por pertenecer a otra raza, a otro género, a otra religión, a otra clase social.
Dicen que todo lo malo se hereda y, a pesar de que no creo que este dicho sea verdad, tanto Sutpen como sus dos hijos cargaron con esa pesada herencia: en lugar de intentar enmendar los errores del pasado, decidieron volver a cometerlos, hacerlos propios, y por eso pagaron el precio más alto. El único que no tenía escapatoria era Charles. Él ni siquiera había heredado algo malo —aunque si lo fuera para el siglo XIX— y era el único que no tenía forma de repudiar su herencia. Por eso, a pesar de que en su vida había cometido varios errores, su muerte fue la única que verdaderamente me entristeció, porque desde un principio estuvo condenado a sufrir injustamente, solo por pertenecer a una familia.
Como dije al principio, leer Absalom, Absalom! fue como irme de viaje. Faulkner logró transportarme a Mississippi y al siglo XIX, a esa época post guerra civil en la que la gente sentía que la vida como la conocían había desaparecido para siempre y, por lo tanto, no valía la pena seguir viviendo. Los afortunados no eran los que habían sobrevivido, sino los que no habían vivido para ver ese nuevo mundo. Pero, a pesar de que no hay libro que pueda hacer que sienta lástima por la Confederación —y no creo que esa fuera la meta de Faulkner—, fue una experiencia interesante pasar un rato en el otro lado de la historia.
Con el fin de tentar a quien lea estas líneas para leer el libro, no voy a especificar cuál fue el gran error de Sutpen. Lo único que me gustaría destacar es la ironía de que lo único que quedó de Sutpen, el único fruto de su plan maestro, de su diseño, fue precisamente lo que tan ferozmente luchó por evitar y lo que causó su ruina. Y esa fue la única gota de justicia —si es que se la puede llamar así— de una historia trágica de principio a fin.
Guadalupe Fernández Mehle (20)
Estudiante de Abogacía
guadafmehle7@gmail.com