Por María Agustina Nallim.
“Falta o escasez de algo” es la pobreza para Mi pequeño Larousse Ilustrado, diccionario al que acudí toda la primaria para evacuar dudas simples sobre el significado de palabras desconocidas por mí en ese entonces. Hoy vuelvo a recurrir en su auxilio, ya no en busca de una definición, sino ávida de inspiración. Voy directo a la “P” y mis ojos se posan sobre las diversas acepciones que, aunque escuetas y poco explicativas, permiten bucear en la complejidad condensada en uno de los tantos sustantivos de nuestra lengua. Cinco palabras usa el diccionario para explicar la tragedia más dolorosa de la humanidad, que a pesar de los siglos y los recursos no logramos mitigar: la pobreza.
La obra de Pérez Galdós me dejó atónita, llevo días craneando qué poder acotar sobre el tema a desarrollar y mientras más reflexiono más sostengo que el autor ya lo ha dicho todo. Abarcó la pobreza desde todos los ángulos posibles, mostró todas sus caras y, como si esto fuera poco, lo hizo con pluma exquisita. Queda claro entonces, ya sea partiendo de la definición del Larousse como de lo narrado en el libro, que la pobreza no es única y la hay de distintos tipos. La más evidente para los hombres, la más inaceptable y escandalizante es la pobreza de las cosas materiales. Viviendo en un país en donde el 32% de su población se encuentra bajo este vejamen, resulta de poca importancia las magistrales descripciones del escritor para figurárnosla. Lamentablemente son cada vez más las esquinas de Capital Federal que nos remontan a alguna escena de Misericordia; son cada vez más las familias enteras que sienten el frío en sus huesos y el vacío en sus panzas; son cada vez más los que experimentan la indiferencia, la apatía y el egoísmo de transeúntes. Seguramente también, para poner un poco de esperanza, habrá generosos, compasivos y amables como Benigna, aunque solo parecidos ya que ella es absolutamente inigualable en virtud y practicidad. Es este el rol que ocupan las ONG, en las que radica la no tan fácil tarea de suplir al Estado cuando brilla por su ausencia o no da abasto y de contener a los más vulnerables frente a la inoperancia e ineficacia de los que ocupan lugares de poder.
En las puertas de las iglesias los retrata Pérez Galdós a quienes nada tienen, hoy se extienden a las entradas de los centros comerciales, salidas de cajeros automáticos y supermercados. En el Madrid de fines del siglo XIX, los pobres empeñaban todo aquello que tenían a la mano. Hoy —en la ciudad más rica del país— son cientos los que escarban los contenedores de basura buscando algo que vender para luego convertirlo en anémicos pucheros o guisos que intenten tranquilizar varias bocas por un par de días.
Mientras las ideas fluyen, se mezclan en mi cabeza diálogos de Benigna con sus amparados y, al mismo tiempo, los colchones malolientes extendidos a lo largo de otrora elegante y luminosa Avenida Santa Fe y las voces que ruegan por ropa y alimentos tocando cada timbre. Es inevitable que al pensarlo se nublen los ojos con lágrimas, que la angustia comience a sentirse en el pecho y un temblor aparezca en la garganta. Caminar por las calles de la ciudad, como así también pasar las hojas del libro, generan incomodidad —especialmente cuando quien lo lee lo hace desde un cuarto calefaccionado acostado en un sommier y entre almohadas de pluma.
Es muy difícil admitir en tanta injusticia una parte positiva. Quizá lo bueno de la pobreza sea valorar las cosas cotidianas, la sencillez y la falta de pretensiones, así como también tener muy presente el esfuerzo que conlleva conseguir lo que se necesita para vivir. Pero no quiero caer en lugares comunes. Personalmente considero a la pobreza material como un drama incomprensible e inmoral que dista muchísimo de la austeridad. Su aspecto más trágico es el dejar de soñar con proyectos de vida porque la urgencia de encontrar un lugar a salvo para pasar la noche y la desesperación de llenar las panzas le quitan protagonismo. Es en este punto donde comienza el círculo vicioso de la pobreza, del cual prácticamente nadie logra escapar, ya no hay tiempo para estudiar ni para formarse: el tiempo está destinado a la supervivencia.
Alguna vez escuché al Dr. Abel Albino decir enérgicamente “un día me harté de ver pobres, me avergüenza ver pobres, me saca…No odio a los pobres, odio la pobreza, no ataco a los pobres ataco a la pobreza, no al que la sufre”. Creo que es un poco lo que también llevó a Benigna a darles un mejor pasar a aquellos que tenía cerca; el hartazgo y la vergüenza… por supuesto que también su don de gente, su empatía y su incomensurable amor por el prójimo. La mujer buscaba aunque sea darles un mínimo alivio y nunca hizo diferencia, fue igualmente generosa con conocidos desde hace tiempo como con quienes nunca antes había tenido relación; tuvo la misma atención para musulmanes como judíos, locales como extranjeros; nunca le importó si se trataba de gente de “alta sociedad” —como Frasquito— o gente que nunca había gozado de posición social alguna. No le importó siquiera si a quien debía curar portaba enfermedad contagiosa. Nunca le faltó estómago, como decía su ama, para lidiar con la pobreza más cruda. Nunca le faltaron ideas para sobrellevar adversidades, fue capaz de sortear todos los obstáculos que se le presentaron, tanto físicos, económicos, intelectuales, como así también sociales y espirituales.
Es que en realidad Benigna nunca fue pobre. Le escasearon bienes —eso seguro— pero nunca le faltaron virtudes. De las cardinales, ella tenía todas y al tratarse de una mujer piadosa tampoco le faltaron las teologales. La Nina o Benina encarnaba a la perfección la caridad, la única de todas ellas que no tiene vicio por exceso. No era pobre de espíritu, todo lo contrario, era la mujer más rica y lo mejor de todo… era que ella no lo sabía.
De esta pobreza padecen varios de los personajes descriptos en Misericordia empezando por Doña Paca, mujer difícil de descifrar pero que no fue capaz de serle fiel a la única persona que la acompañó en el fondo del precipicio. No pudo agradecerle ni ser amorosa con Benigna en ningún momento, ni cuando gozaba de buen pasar, ni cuando estaba en ruinas. De la misma pobreza son víctimas Obdulia y Antoñito junto con Juliana, que recién al final reconoce la grandeza de Benigna. Otro personaje digno de análisis es Carlos Moreno Trujillo, hombre poco conectado con la verdadera necesidad de quienes se encontraban en un mal momento al punto tal de resultar antipático y burlón, e incluso, repugnante.
Es interesante remarcar que al final de la obra ninguno de ellos sufre de un malestar económico, por el contrario, son dichosos en ese aspecto ya que dejaron atrás los días de privaciones y ajetreos. Las preocupaciones por conseguir los víveres necesarios para alimentarse cada día han dejado de ser un problema. Tampoco representa un conflicto conseguir los medicamentos cuando comienza a asechar algún malestar, ni se verán comprometidos a seguir contrayendo deudas. La urgencia se encuentra ahora en cosas más vanales, en saber cuál es el color de corbata que se encuentra a la moda, cuál podrá ser la nueva lámpara a adquirir. Las energías están en lograr desempeñar el juego fino de cubiertos y comprar las espuelas por si se presenta la ocasión de subirse a un caballo. Puras superficialidades que de un plumazo sacaron a Benigna y todos sus años de servicio del centro de la escena.
En los últimos capítulos como lectora sentí una impotencia terrible, no podía creer el olvido en el que Doña Paca, que empezaba a ser nuevamente doña Francisquita Juárez de Zapata, había incurrido. Lo mismo tengo para decir de Obdulia, que tenía en mente meras excentricidades para decorar la residencia de su madre con flores de toda clase y color mientras su amorosa criada se encontraba desaparecida hacía un par de días. La misma criada que días antes la consoló por la ausencia de su marido y procuró cocinarle una comida abundante y “digna” para invitarlo a Frasquito, haciendo magia con las monedas que le restaban. Este gesto, por su parte, le significó a Nina un mal momento con su ama ya que esta no toleraba sus faltas de puntualidad o largas ausencias.
No había incertidumbre. Desde que don Romualdo apareció en sus vidas solo gozaban de seguridad económica y digo bien; solamente de eso. Las conversaciones con Benigna habían acabado, sus complicidades, sus intercambios cotidianos, su cariño y protección incondicional, ya no se encontraban en su haber. Las alforjas llenas de duros, reales y pesetas…pero completamente vacías de principios, vínculos y verdadera felicidad. Sin lugar a dudas, las perras abundaban, como así también la pobreza de espíritu.
Benigna sintió compasión por cada una de las falencias de su ama e hijos, salió de sí misma para entregarse a las desdichas de sus pares con hambre, frío y faltos de compañía. Era capaz de abandonarse a ella misma en pos del resto, aun en los momento de mayor complicación. El personaje puede desplegar su bondad porque encuentra a lo largo del camino personas dispuestas a tenderle sus manos, como aquella mujer que le cede dos anillos prestados para que los empeñase o la Pitusa que le fiaba.
Si bien en la novela se ve solidaridad entre los que en la nada se encuentran, hay también momentos de tensión y disputa. En la entrada de San Sebastián, por ejemplo, se difaman los unos a otros y con ojo crítico analizan que nadie se haya quedado con un poco más de limosna. Saltan varios envidiosos cuando Benina es citada por Moreno Trujillo, sus ojos manifestaban claro descontento. Esto nos muestra que la pobreza de espíritu, aquélla de la cual es más difícil salir, alcanza a la humanidad toda, no entiende ni de clases sociales, ni de sexos, religiones o nacionalidades. Todos podemos ser víctimas y tenemos que estar alerta a aquellas almas, que llenas de misericordia son capaces de sentir nuestra desdicha espiritual. Aquellas que están dispuestas a escuchar nuestras penurias, nuestras carencias y nuestros errores. Aquellas que puedan tranquilizarnos con voces dulces y desprejuiciadas con un “…No llores…,y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar”.
¿Cuántas veces en nuestra vida seremos Juliana o nos someteremos a ella? ¿Cuántas veces ocuparemos el lugar de comodidad e ingratitud de Doña Paca? ¿Cuántas veces tomaremos decisiones malas como Obdulia y cuántas otras desaprovecharíamos oportunidades como Antoñito y despilfarraríamos en superficialidades como Frasco? ¿Cuántas otras pecaríamos de apáticos como Moreno Trujillo? Muchas más buscaríamos respuestas en la magia como Almudena y no avanzaríamos de la eterna melancolía del pasado. Pero también: ¿cuántas otras, cuántas cientos de veces podremos alzarnos como Benigna? Con errores y defectos; pero íntegros y poseedoras de mucho más que sólo perras.