El engaño de lo aparente: un comentario acerca de Marianela, de Benito Pérez Galdós

Por Tomás Guido.

En este breve ensayo analizaré la relación entre la obra del autor español y el rol de la vista y la mirada, en el marco del enamoramiento y el amor. Denotaré, además, lo efímero de la primera vista; indicando cómo cada personaje, a lo largo de la historia, expresa sus emociones frente a lo que le sucede. Iré demostrando, a su vez, algunas similitudes que logré percibir entre la obra de Pérez Galdós y El Principito —de Antoine de Saint-Exupéry—, sobre todo en lo que respecta a la búsqueda de la verdadera esencia de las personas.

Tal como se verá a continuación, el argumento central del libro de Pérez Galdós encuentra íntima correspondencia con el amor, con el apego a las sensaciones, con la belleza —sobre todo la interior— y, en clara contraposición con todo aquello que menciono, una demostración rigurosa, lacerante y punzante del ambiente, del mundo exterior en el que subsisten todos los personajes.

Así, la primera manifestación de sensaciones o de sentimientos en relación a otro que pude observar radica en la sorpresiva postura que asume Teodoro Golfín (un médico, de buen corazón) frente a Pablo (hombre joven, ciego de nacimiento), cuando este último le indica el camino correcto hacia las minas de Socartes, pues las conoce como si las hubiera visto. Es la actitud de Teodoro —inicialmente de sorpresa, luego de ternura— la que aquí me interesa, puesto que denota una admiración que nace del hecho paradójico de que un hombre no vidente esté guiando a uno vidente a través de caminos rocosos y sinuosos, como los que son propios de una mina.

En el mismo sentido, pero en referencia a la obra de Saint-Exupéry, pude notar similares sensaciones, en contextos totalmente distintos, cuando el autor relata cómo  conoció al principito. En efecto, dice el autor —al encontrarse en medio del desierto frente a un “hombrecito”—: “Miré, pues, la aparición con los ojos absortos por el asombro”[1]. A través de líneas como esta, logra expresar ese sentimiento de sorpresa y de confusión que pude percibir, también, en Teodoro.

De hecho, podría trazar un paralelo entre ambas historias en este punto, pues el asombro —de Teodoro por un lado, y de Saint-Exupéry, por el otro— se extiende casi de la misma manera en ambas piezas. Por un lado, en la novela española, cuando Pablo va describiendo la caverna a medida que avanza con Teodoro, y este, casi descreyendo de lo que ve, lo escucha sorprendido; por el otro lado, en la obra del francés, cuando el principito le pide a Saint-Exupéry que dibuje un cordero, y este, impactado por lo sorpresivo del misterio, le obedece dócilmente.

Siguiendo el orden temporal del relato de Marianela, pude notar otro punto de quiebre, a nivel emocional, cuando Teodoro conoce a la protagonista de la novela (una mujer joven, que carece de belleza exterior o física, y a la que me referiré en lo que sigue como La Nela), pues allí se ven, también, el interés y la sorpresa por parte de Teodoro con respecto a La Nela; emociones, aquellas, que poco a poco se van a ir convirtiendo en una clara conmiseración —lo cual, a mi criterio, es también una muestra (diferente) de amor—. Es en este punto cuando Teodoro nota, luego de escuchar los dichos de La Nela acerca de su familia, otra manifestación de amor, que encuentra su arraigo en la relación que La Nela tiene con Pablo, en tanto y en cuanto —entiende Teodoro— que Pablo, al menos hasta aquel momento, es el único que puede valorarla por lo que realmente es —quizás por el hecho de que no la puede “ver”, en el término literal de la palabra—.

En lo que sigue, no puedo soslayar la complicidad entre La Nela y Celipín, pues ambos experimentan momentos difíciles a diario, los cuales son paleados —o, al menos, eso intentan— a través del compañerismo entre uno y otro, a través del cariño mutuo que se tienen al vivir los dos, bajo el mismo techo, una realidad que les es incómoda. Si bien esta complicidad a la que aludo no tiene como factor determinante a la vista —entiéndase aquella con la que se “ve”, literalmente— sí tiene, como factor categórico, a la empatía de uno con el otro —lo cual, sin duda alguna, es otra forma de ver: de ver más allá de lo que el otro expresa, entendiendo también lo que el otro siente—.

Tratamiento aparte merece el vínculo afectivo entre Pablo y La Nela, ¿por dónde comenzar?, pues —a criterio personal— esta es la relación, por antonomasia, que más estrechamente se vincula con el objetivo de estas líneas, y no por el evidente hecho de que Pablo es ciego, sino porque es él —totalmente consciente de sus limitaciones— el que entiende que la verdadera belleza no radica en tales o cuales rasgos físicos, susceptibles de ser “vistos” con la mirada. Pablo trasciende lo superficial y se adentra en lo más recóndito del alma ajena.

El amor, la devoción, el carisma, la sensatez, son solo algunas de las sensaciones que transmiten ambos cuando comparten tiempo juntos, a pesar de que, por momentos, La Nela sienta que no está a la altura de las circunstancias que se le suscitan. En este aspecto, quisiera reparar rápidamente en algo curioso: a pesar de las manifestaciones notorias de amor por parte de Pablo a La Nela, ella pareciera sentirse impropia de ser digna de ese afecto, pues su concepto de belleza —corrompido por las apreciaciones que los demás hacen de ella— es relacional: surge de percepciones exteriores que ella hizo propias, algo natural por los recordatorios constantes que recibe acerca de su marcada fealdad. Esta actitud es la que, según advierto, a menudo le provoca dudas respecto de los dichos sinceros de Pablo.

En el mismo contexto, pero en otro orden, resulta peculiar lo que sucede con Sofía (esposa de Carlos Golfín, cuñada de Teodoro), pues ella se da a conocer frente a la mirada de los demás como una mujer preocupada por el otro, en interés constante por el prójimo, dadora con regularidad de actos caritativos que, paradójicamente, ignora las necesidades de quienes la rodean. En paralelo, aunque con otros matices, están las actitudes de Don Francisco (padre de Pablo) y de Celipín, por cuanto exhiben una cierta preocupación por lo que podría depararle a Pablo el hecho de poder “ver” y, así, llevarse una decepción, o peor aún, concretar una ilusión, respecto de la belleza que Pablo atribuye a La Nela. Ambos dejan de manifiesto, entonces, que no logran ver la verdadera esencia de lo bello, tal como lo hace Pablo. En contraposición con la novela francesa, todos estos personajes secundarios (Sofía, Francisco, Celipín, entre otros) vienen a introducir dificultades en la vida de La Nela, de la misma forma que los habitantes de los diferentes asteroides lo hacen con el principito. Y son estas dificultades las que van maleando el comportamiento del personaje —sea La Nela o el principito— a lo largo de la historia. Sin embargo, ninguno de esos obstáculos, en los dos personajes, termina siendo lo suficientemente influyente como para modificar su objetivo mediato: el reencuentro con su rosa, en el caso del principito, y el reencuentro con Pablo, en el caso de La Nela.

A su vez, es muy interesante la postura de La Nela en los momentos previos a la operación de Pablo, pues allí también el lector podrá notar su falta de perspicacia: asustada por el hecho de que Pablo pudiera efectivamente ver, decide entregarse a Dios —en quien ella realmente no cree—. En ese sentido, son testigos de su miedo los recelos, la incertidumbre y la envidia que por momentos expresa con tanta perspicuidad La Nela frente a diversas situaciones previas a la operación de Pablo; por ejemplo, en su caminata con Pablo y Florentina (chica joven, aparentemente muy bella, prima de Pablo), donde pueden verse en La Nela todas las sensaciones que describo.

 Tal es la incertidumbre de La Nela en este aspecto que vengo denotando —el de no poder apreciar la verdadera belleza, rebasando lo ligero de la imagen obtenida por la vista— que, incluso luego de que Pablo pueda ver, ella decide evitarlo, pues el temor a la decepción que podría provocarle su aspecto físico la tiene espantada. Es aquella desacertada decisión la que la lleva a intentar suicidarse; y es en este punto donde la basta y bondadosa capacidad de observación de Teodoro la hacen, al menos en una oportunidad, entrar en razón. Esto no evitó, al fin y al cabo, que La Nela muera sofocada en la triste y abrumadora sensación de fealdad propia, luego de que Pablo clavara esa mirada en ella —cuando logró ver con sus ojos—, terminando por completo con lo poco que le quedaba de autoestima, de vida. Así, Pablo deja de comprender que “los ojos están ciegos. Es necesario buscar con el corazón”[2].

Es lo que antecede lo que me permite colegir que Pablo —al poder ver con sus ojos— no salió de la ceguera que lo acompañó desde su génesis, pues “[n]o se ve lo que es importante”[3] sino con el corazón. Pablo nunca fue ciego, ¡hasta que vio! Es decir, Pablo no era ciego hasta el momento en el que adquirió el sentido de la vista, pues antes de poder “ver” con sus ojos, él realmente veía, ya que veía con su corazón.

En suma, y antes de concluir con este breve ensayo, creo que es oportuno destacar la implacable percepción de Teodoro a lo largo de toda la novela, pues logra captar la verdadera esencia de las cosas que lo rodean en base a las experiencias de vida que le preceden —vida, aquella, de esfuerzos constantes y de recompensas, en consecuencia, gratificantes—. Idéntica percepción es la del principito, que a lo largo de sus experiencias por la Tierra, consigue desentrañar el sentido de la palabra “domesticar”[4] —entendido como la creación de lazos con el otro, tal como lo expresa su amigo, el zorro—. Así, el principito logró comprender dónde radica eso que nos hace únicos en el mundo, aquello por lo cual él podría distinguir a su amada rosa entre todas las otras rosas de la Tierra, pues, a diferencia de las demás rosas, su rosa había sido domesticada.

A modo de conclusión, creo que el corolario final de esta triste e inspiradora novela española resulta ser queno se ve bien sino con el corazón…”, puesto que “[l]o esencial es invisible a los ojos”[5]. Cuanto menos, en el sentido en el que vengo enunciando mi opinión: que aquello que no siempre es dable a primera vista termina siendo lo que realmente vale, pues el verdadero valor de las personas radica en su esencia, y no en las circunstancias y contingencias externas que nos hacen más o menos desemejantes frente al otro. Es aquello que nos hace únicos, diferentes al otro, lo que no se puede ver sino con el corazón. Es eso lo que el principito expresó al decir “los hombres cultivan cinco mil rosas en mismo jardín… Y no saben lo que buscan… lo que buscan podría encontrarse en una sola rosa”[6], lo que es invisible a los ojos, ¡lo que se busca y solo se encuentra con el corazón!

Tomás Guido (24)
Abogado
tomi.guido@icloud.com

 

[1]Véase Saint-Exupéry, A., El Principito (trad. Bonifacio Del Carril), Emecé, Buenos Aires, 1982, p. 14.

[2]Ibidem, p.97.

[3]Ibidem, p.103.

[4]Ibidem, p.82.

[5]Ibidem, p. 87.

[6]Ibidem, p. 96.