Por Santiago Legarre.
Comencé el año cerca de Trenque Lauquen, con un Dickens en mi mano. What the Dickens! Leerlo, siempre es garantía. Antes, ya había leído dos de sus novelas cortas (Oliver Twist y A Tale of Two Cities) y dos de sus largas (David Copperfield y The Pickwick Papers). Ahora le llegó el turno a Little Dorrit, otra de sus novelas largas, por no decir larguísima. Me conformó plenamente y aprendí mucho, muchísimo, de humanidad. La trama, intrincada, ayuda a no dejarla nunca.
Todavía en Trenque, encaré la única novela de Cortázar (de las cuatro que escribió: Los premios; Rayuela; 62. Modelo para armar) que me faltaba leer: Libro de Manuel. Entiendo que es un libro ignorado, olvidado; y bastante denostado por esos monstruos llamados los críticos, que subrayan su alto voltaje político revolucionario. Tal vez por eso, aunque sin mucha conciencia, lo dejé a un costado tantos años. Lo que no sabía era el alto voltaje erótico de esta novela, que me habría agregado una razón más para la postergación. Ahora, que leído ya está, debo ratificar mi sentimiento: tiene que hacerse uno el camino al andar y confiar en sus propias intuiciones y en los autores a los que guarda fidelidad. Libro de Manuel tiene la marca del genio por todos lados.
Pasé de un libro largo a uno corto, en Miami, en lo de la menor de mis hermanas: The Pearl, de John Steinbeck. Es una novela muy trabajada en lo técnico, amarga en su contenido. Atrapante y, en ese sentido, llevadera. Deja en el lector ese sabor amargo parecido al de la derrota.
Cuando llegué a lo de mis amigos los Martin, en Clinton (Louisiana), me esperaba un ejemplar bello y grande de Anne of Avonlea, la secuela de Anne of Green Gables. Me lo leí unas semanas después, en un viaje en colectivo de Baton Rouge a Houston (toute une histoire), con gran placer. En ese mismo viaje a Estados Unidos, me hice también de una copia de Anne of the Island, aunque lo leí recién en la segunda mitad del año. En ese tercer episodio hace por fin eclosión la vida romántica de la protagonista y, por fin también, su apertura sentimental al gran Gilbert Blythe. Seguiré, con dosificación, con esta saga atrapante de Lucy Montgomery. Me quedan cuatro episodios…
En el rancho de los Martin “me leí” (como dicen mis sobrinos de Miami) The Third Man, una de las mil novelas de Graham Greene. Quería guardarme Anne… para el viaje a Houston, así que busqué algo para leer ahí, en mi breve estadía. La dueña de casa me ofreció (y me regaló) algo de Virginia Woolf, pero preferí dejar ese para más adelante. Seguí buscando en los estantes y encontré un tomo gordo con novelas de Greene, cuya lectura me ha resultado hasta ahora infalible. Se me ocurrió liquidar The Third Man porque es corto (una novella) y porque ya me había olvidado lo suficiente de la película homónima con Orson Wells, esa tan famosa en la que él, en el carrusel del Prater de Viena, hace un ad libitum inolvidable y lo pone en boca de Harry Lime, con alusión al reloj cucú de los suizos… En fin, la novela de Greene, impecable: propósito cumplido.
Ya en Argentina, agarré otro libro corto y entretenido, un regalo de una exalumna, Olivia, legado antes de la partida de ella a Londres: The Outsiders, una novela bastante famosa de S.E. Hinton, uno de esos autores que usan siempre iniciales y requieren una búsqueda en internet para saber su verdadero nombre, Susan Eloise, en este caso. El libro se hizo famoso por una película de los ochenta, dirigida por Francis Ford Coppola. Me gustó. Mucho lingo incomprensible pero divertido. Especialmente, me gustaron los nombres de los hermanos (“Soda Pop”) y lo lograda que está su relación. No lo hubiera elegido pero me alegró leerlo: cada tanto los regalos de libros funcionan.
Y entonces le llegó el turno al libro que más disfrute del año: A Room with a View, de E.M. Forster (otro usuario de iniciales, aunque todo el mundo sabe que era un autor y no una autora). Antes, había leído de él A Passage to India, y lo había encontrado extraordinario. A Room… es distinto, más light (aunque no liviano); ágil —la prosa es la mejor que he leído—, con toques de comedia y un gran atrevimiento. Además, como siempre pasa con la obra de los genios, la trama desgrana profundas verdades sobre el amor romántico (en una visión mayormente antiromántica y no convencional).
A continuación, leí mi primer Virginia Woolf: To the Limelight, otro regalo que me llevé del rancho de los Martin en Louisiana… Su prosa me recordó al Ulises y no es de sorprender que ella y su marido fueran editores de Joyce. Tiene su calidez To the Limelight, pero me costó; y me costó de una manera diferente de la que me costó el propio Joyce, cuya prosa prefiero, dentro del fluir de la conciencia. En todo caso, y para la época de Virginia, me quedo por lejos con la sencillez llevadera de Forster, contemporáneo de Woolf y compañero de ella en el grupo londinense conocido como Bloomsbury.
Mi libro del Taller de Escritura de este año (es decir, más bien, el libro que abordé en la búsqueda de nuevos libros para ofrecer en el Taller) fue Nazarín, de Benito Pérez Galdós. Por lo desopilante de la trama (un sacerdote enternecedor que se hace amigo de dos magdalenas) esta novela “menor” de Galdós es a su obra lo que Morsamor es a la obra de Juan Valera —¡por si a alguien esto le dice algo!—.
My Ántonia, otra “novela del año”. Un día de febrero, en Notre Dame, Margaret (la mujer de mi amigo Pete), me la recomendó fervientemente. Me ha recomendado muchos libros (pienso ahora en The Master of Hestviken, Hannah Coulter y East of Eden, por ejemplos) y siempre me han gustado. (Dicho sea de paso, no es recíproco: en general a ella no le han gustado mis recomendaciones; pero como le digo, no tiene porque ser simétrico.) My Ántonia (así, con tilde en la “a”: es un nombre bohemio) fue, además, descubrir una autora nueva (Willa Cather, estadounidense de hace unos cien años), y descubrir también que es clásica, aun cuando no la conociera. Diré solamente que esta novela me ayudó a entender un poco más el lugar de la mujer —de toda mujer— en la vida del hombre.
El enano, de Pär Lagerkvist, es uno de esos libros que no hubiera leído nunca si no fuera porque me lo regalaron. Mi amigo chileno, el Mono, hace rato que me quería hacer leer un libro titulado Barrabás. Yo no lo sabía, pero era de este Pär Lagerkvist, un autor de culto. (Esto tampoco lo sabía; me lo enseñó Guillermo Cabanellas en un almuerzo en Puerto Madero, cuando me vio con El enano en la mano.) Mientras tenía un cargo en la conciencia por no haber leído Barrabás, un día advertí que tenía en mi biblioteca El enano, recordé que me lo había regalado el mismo Mono y descubrí, Wiki mediante, que su autor era el autor de Barrabás. Así que le di una oportunidad a El enano. Es un libro desagradable. Eso buscó crear el autor. ¡Y lo logró a la perfección!
Al comenzar mis vacaciones, este año adelantadas (porque trabajaría en enero en USA), leí Scritto sulla mia pelle, para practicar un poco la lengua del Dante. No recuerdo bien cómo llegó a mis manos esta novela, pero sí que me atrajo la faja amarilla que cruzaba la tapa, con una recomendación calurosa de Alessandro D’Avenia. La novela, de Pietro Vaghi, me encantó. Relata el dolor de un adolescente de catorce años por la separación de sus padres. Pero es mucho más que eso, pues recrea de manera convincente el mundo adolescente millennial, con sus semejanzas y sus diferencias con el que me tocó vivir.
Las vacaciones continuaron con un súper clásico: The Grapes of Wrath, considerado la obra maestra de Steinbeck (y el cuarto libro de este autor en mi haber de lector). No puedo decir cuánto me gustó, ¡de tanto! Técnicamente es perfecto. También lo es East of Eden, pero la prosa de East me pareció más barroca. En cuanto al contenido, la cantidad de lecciones de humanidad es infinita, hiladas por una trama a la vez lenta y apasionante. No se puede dejar de ver la versión en blanco y negro de John Ford, con Henry Fonda. En ella, al igual que en el libro, se canoniza con razón a la madre del protagonista.
Terminé el año, en Coronel Suárez, con The Painted Veil en la mano. Hace años había visto la película, con Ed Norton y Naomi Watts, y me había encantado. Dejé pasar un tiempo prudencial y, habiéndome encontrado con la novela de W. Somerset Maugham en la biblioteca de la mayor de mi hermanas, de casualidad, decidí que le había llegado la hora a este autor que en una época fue tan leído (en castellano) en Argentina. No me defraudó. Fue la mejor novela corta del año. Un tratado sobre la infidelidad curada.