Por Luciano Currao.
“Lo esencial es invisible a los ojos”, pero… ¿qué es lo esencial? ¿Qué es lo primero que, en general, nos nace a partir de la pregunta sobre el significado de una palabra? Lo más probable es que rápidamente pensemos “busquemosla en el diccionario”. También puede ocurrir que la palabra en sí misma no justifique el esfuerzo de buscarla. Tal vez la anotemos en un papel que teníamos a mano (o peor aún, en un archivo de notas en el celular), con lo que seguramente quedará en el olvido por mucho tiempo antes de que, eventualmente, volvamos a darle importancia.
Creo que la palabra “esencial” debería enrolarse en el grupo de palabras que merecen nuestra atención. Ocurre que esta palabra, ¡es importante por definición! Es la misma Real Academia Española la que en su Diccionario de la lengua española, entre sus acepciones, la define como: “sustancial, principal, notable”; o “perteneciente o relativo a la esencia”[1]. Resulta que la segunda definición es una de aquellas que en variadas ocasiones nos introducen en lo que se conoce como un loop; lo que puede traducirse como “bucle”, y representa una especie de repetición de una acción (la cual en este caso sería la de buscar ahora la palabra “esencia”). Así llegamos a: “aquello que constituye la naturaleza de las cosas, lo permanente e invariable de ellas” y “lo más importante y característico de una cosa”[2].
Volviendo al título de estas líneas, frase universal del autor Antoine de Saint-Exupéry, será enriquecedor leerloa la luz de la novela Marianela, de Benito Pérez Galdós. Es innegable la habilidad del autor para introducirnos directamente en el mundo de su historia. Y esto lo hace fundamentalmente a partir de nuestros los ojos.
Gracias a haber visto alguna vez aquello que el autor describe (aunque no sea exactamente igual), es que con nuestra mente podemos transportarnos, a partir de nuestra imaginación, a un mundo diferente al que nos encontramos. Voy a valerme, en variadas ocasiones, del propio autor para ejemplificar lo que intento compartir, como es el caso:
Se puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guinderos, hayas y robles. (Ya se ve que estamos en el Norte de España.)[3].
No resulta imposible, creo yo, el transportarnos a ese momento, a pesar de tal vez nunca haber visitado el norte de España.
Ocurre que uno de los protagonistas de esta historia, al menos en la gran parte del tiempo en que esta transcurre, no puede ver. ¿Lo esencial es solo lo que percibimos con nuestros ojos? Es el mismo autor quien nos confirma que no es únicamente con estos que logramos transportarnos de un sitio a otro; también el sentido auditivo nos permite viajar: “-Vamos -dijo el viajero lleno de gozo-, humanidad tenemos. Ese es el canto de una muchacha; sí, es voz de mujer, y voz preciosísima. Me gusta la música popular de este país… Ahora calla… Oigamos, que pronto ha de volver a empezar… Ya, ya suena otra vez. ¡Qué voz tan bella, qué melodía tan conmovedora!”[4]. No estaba usando los ojos este personaje en ese momento, pero todos logramos imaginar a lo que una “voz bella” o “melodía tan conmovedora” puede llegar a parecerse.
Sin embargo, acontece a veces que nos podemos perder a pesar de ver, mientras que aquellos que no pueden ver no se pierden: “-Soy ciego, sí, señor -añadió el joven-; pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la Nela, que es mi lazarillo. Con que sígame usted y déjese llevar”[5].
Ocurre que, curiosamente, el personaje que da el título a la novela es vista por alguien, Pablo, quien es ciego de nacimiento, de una manera más atenta que por parte de las personas con las que vivía, quienes la trataban como una cosa[6].
Entonces nos podemos orientar a pensar que existen diversas formas de ser ciego: “Divertíale con cuentos y lecturas; tratábale con solícito esmero, atendiendo a su salud, a sus goces legítimos, a su instrucción y a su educación cristiana, porque el señor de Penáguilas, que era un si es no es severo de principios, decía: «No quiero que mi hijo sea ciego dos veces»”[7]. No es la ceguera de nuestros ojos la única posible en una persona, y es evidente la posibilidad de que los seres humanos podemos ser ciegos en cuestiones que exceden a la materia y al mundo de lo físico. No nos encontramos exentos de caer en una ceguera espiritual.
Una virtud fundamental para la trascendencia de la persona es la fe, la cual se destaca por consistir en un no ver: “-No, no -replicó Pablo con seriedad-. No creas desatinos. Nuestra religión nos enseña que el espíritu se separa de la carne y que la vida mortal se acaba. Lo que se entierra, Nela, no es más que un despojo, un barro inservible que no puede pensar, ni sentir, ni tampoco ver”[8]. Véase La Incredulidad de Santo Tomás, de Caravaggio, para iniciar un camino en el análisis de este tema que posiblemente lleve un tiempo considerable. Se encuentra justificado en este caso el esfuerzo de presionar algunas teclas para buscar la obra en internet. Situándose en contexto, el apóstol Tomás no cree en la resurrección de Jesús: “Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!». El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré»”[9]. A lo que Jesús responde: “«Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!»”[10]. Sospecho el gran desarrollo filosófico y teológico que a partir de esto han realizado los especialistas en la materia, sobre lo cual me encuentro evidentemente fuera de alcance.
Por otro lado, considero interesante el miedo a que miren nuestra propia fealdad que experimenta Marianela. Y podría ampliarse hacia un tema muy presente en nuestra actualidad, la cual se encuentra protagonizada por la apariencia: “¿Qué es lo que los demás piensan de mí?”.
Aquí Pablo, quien carece del sentido de la vista, nos aporta una reflexión:
“- ¡Oh!, miserable condición de los hombres -exclamó el ciego, arrastrado al absurdo por su delirante entendimiento-. El don de la vista puede causar grandes extravíos… aparta a los hombres de la posesión de la verdad absoluta… y la verdad absoluta dice que tú eres hermosa, hermosa sin tacha ni sombra alguna de fealdad. Que me digan lo contrario, y les desmentiré… Váyanse ellos a paseo con sus formas. No… la forma no puede ser la máscara de Satanás puesta ante la faz de Dios. ¡Ah!, ¡menguados!, ¡a cuántos desvaríos os conducen vuestros ojos! Nela, Nela, ven acá, quiero tenerte junto a mí y abrazar tu preciosa cabeza.”[11].
Vemos también en la historia, la idea de la clase social y de la apariencia como expresión del ser: “-Hija mía, ¿a dónde vas?, ¿qué es eso? -dijo el padre, visiblemente contrariado-. ¿Te parece bien que corras de ese modo detrás de un insecto como los chiquillos vagabundos?… Mucha formalidad, hija mía. Las señoritas criadas entre la buena sociedad no hacen eso… no hacen eso…”[12].
La vista nos puede confundir o nosotros voluntariamente querer ver algo que verdaderamente no existe: “-Todo eso que dices, primita -observó el ciego- me prueba que con los ojos se ven muchos disparates, lo cual indica que ese órgano tan precioso sirve a veces para presentar las cosas desfiguradas, cambiando los objetos de su natural forma en otra postiza y fingida”[13].
Llama la atención lo que le ocurre a Pablo cuando recupera la vista. Primero siente miedo al ver:
El espacio iluminado era para él como un inmenso abismo en el cual se suponía próximo a caer. El instinto de conservación obligábale a cerrar los ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los demás de la casa, que sentían la ansiedad más honda, miró de nuevo; pero el temor no disminuía. Las imágenes entraban, digámoslo así, en su cerebro violenta y atropelladamente con una especie de brusca embestida, de tal modo que él creía chocar contra los objetos[14].
Y después encontramos alegría y ansiedad: “Pablo experimentaba una alegría delirante. Sus nervios y su fantasía hallábanse horriblemente excitados, por lo cual Teodoro juzgó prudente obligarle al reposo”[15].
Esto es lo que desencadena el suceso de la muerte de Marianela, quien pierde su vida como consecuencia de circunstancias que difícilmente puedan explicarse a partir de lo que vemos. Su muerte se vincula con lo que las personas podemos sentir desde lo más profundo. No obstante, el sentido de la vista cumple un rol fundamental en los hechos.
Resulta que el acto inmediatamente anterior a la muerte de Nela es el siguiente:
-Prima… ¡por Dios! -exclamó Pablo con entusiasmo candoroso- ¿por qué eres tú tan bonita?… Mi padre es muy razonable… no se puede oponer nada a su lógica ni a su bondad… Florentina, yo creí que no podía quererte; yo creí posible querer a otra más que a ti… ¡Qué necedad! Gracias a Dios que hay lógica en mis afectos… Mi padre, a quien he confesado mis errores, me ha dicho que yo amaba a un monstruo… Ahora puedo decir que idolatro a un ángel. El estúpido ciego ha visto ya y al fin presta homenaje a la verdadera hermosura… pero yo tiemblo… ¿no me ves temblar? Te estoy viendo y no deseo más que poder cogerte y encerrarte dentro de mi corazón, abrazándote y apretándote contra mi pecho… fuerte, muy fuerte[16].
Ocurrió que Pablo, al recuperar la vista, generó que la persona más importante en su vida, lo esencial para él, y a quien no podía ver con sus ojos, pasara a sentirse en un ser indigno:
Pablo alargó una mano hasta tocar aquella cabeza que le parecía la expresión más triste de la miseria y desgracia humanas. Entonces la Nela movió los ojos y los fijó en su amo. Pablo se creyó Pablo mirado desde el fondo de un sepulcro; tanta era la tristeza y el dolor que en aquella mirada había. Después la Nela sacó de entre las mantas una mano flaca, tostada y áspera y tomó la mano del señorito de Penáguilas, quien al sentir su contacto se estremeció de pies a cabeza y lanzó un grito en que toda su alma gritaba[17].
No explica la medicina la causa por la cual murió, ya que no es algo biológico que se pueda ver empíricamente. Marianela muere por causa de los ojos, “Los ojos matan” titula el autor este capítulo. Y acaba Marianela en un contraste entre lo que se ve en su vida, y en lo que los visitantes encuentran en un sepulcro suntuoso.
Finalmente, esta historia me permite un último comentario en relación con el cierre del autor. No estoy seguro acerca de que sea o no esencial, pero no fue invisible a mis ojos: “Volvamos los ojos hacia otro lado, busquemos a otro ser, rebusquémosle, porque es tan chico que apenas se ve, es un insecto imperceptible, más pequeño sobre la faz del mundo que el philloxera en la breve extensión de la viña. Al fin le vemos; allí está, pequeño, mezquino, atomístico. Pero tiene alientos y logrará ser grande. Oíd su historia, que es de las más interesantes…”[18].
Lo que hice en este caso fue una muy sencilla búsqueda, en particular acerca de la palabra philloxera, filoxera en castellano. Y aunque pueda parecer un detalle no tan significativo, considero que resulta importante. Si bien en este caso no pude obtener información desde la RAE, sí descubrí que la filoxera es un insecto que generó consecuencias devastadoras para el mundo del vino en Europa, y cerca de la época en que Benito Pérez Galdós escribe. Así podemos concluir acerca de esta historia que, si bien el autor compara a la protagonista con la filoxera (es decir, con un insecto casi invisible a los ojos), no por este motivo deja de ser “esencial”.
Luciano Currao (26)
Estudiante de Abogacía
lucianocurrao@gmail.com
[1] Diccionario de la lengua española. Real academia española. Consulta on-line. Disponible en: http://www.rae.es (Acceso el 17-IV-2020).
[2] Ibid.
[3] Benito Pérez Galdós, Marianela, ed. Pdf, Bs. As. 2020, p.1.
[4] Ibid., p.2.
[5] Ibid., p.4.
[6] “La Nela, durante los largos años de su residencia allí, había ocupado distintos rincones, pasando de uno a otro conforme lo exigía la instalación de mil objetos que no servían sino para robar a los seres vivos su último pedazo de suelo habitable”; Ibid., p.17.
[7] Ibid., p.26
[8] PÉREZ GALDÓS, p.29.
[9] Juan 20, 25. El Libro del Pueblo de Dios. Consulta on-line. Disponible en: http://www.vatican.va/ (Acceso el 28-IV-2020).
[10] Juan 20, 29. Ibid.
[11] PÉREZ GALDÓS, p.34
[12] PÉREZ GALDÓS, p.65.
[13] Ibid., p.68
[14] Ibid., p.91
[15] Ibid.
[16] PÉREZ GALDÓS, p.102
[17] Ibid., p.103
[18] Ibid., p.109