Por Santiago Legarre.
Otro año de leer bastante. Una gran alegría.
Comencé con algo corto de Kipling, que no me gustó: Captains Courageous. Había visto la película en blanco y negro, “Capitanes intrépidos”, doblada, con la memorable canción que, doblada, decía “¡Ay mi pescadito, no llores ya más…!”. La canción vale más que todo el libro, aunque en este caso deba agregar, casi contra mis principios, “en mi humilde opinión”, pues está de por medio el creador de El libro de la selva.
Mientras iba por la mitad de La hermana San Sulpicio, de Armando Palacio Valdés, se decretó el confinamiento en casi todo el mundo. Esa clásica novela del sobrino de Pedro Antonio de Alarcón (dos escritores de culto del Taller de Escritura, unidos por el parentesco) fue una lectura ideal para atravesar las primeras horas oscuras. Al terminar, vi la película de los cincuenta, con Carmen Sevilla. Libro y película son excepcionales.
Tanto va el cántaro a la fuente, que al final terminé leyendo algo de Alessandro Baricco, a quien siempre odié un poco sin conocerlo. No sé si del amor al odio habrá un paso, pero lo cierto es que Seta, leída in italiano, me gustó suficientemente como para no odiar también a Agustina y, en primer lugar, a mi madre, que tanto me insistieron.
De libro corto (Baricco) a libro cortísimo: The Cure at Troy, una especie de revisita del clásico Filoctetes, de Sófocles. Una delicia con moraleja.
Ya en pleno encierro (y en incipiente resistencia), empecé una serie de grandes lecturas. Primero, North and South, mi primer Gaskell. Ya la tenía a la autora, pues sabía que había escrito una vida de Carlota Bronté, a pedido de la familia. Y además, había visto la mini-serie de la BBC Cranford, basada en algunas de sus historias, y me había gustado. El clásico de la gran Elizabeth, no se refiere, valga la aclaración, al norte y al sur de los Estados Unidos, sino de Inglaterra. Una historia de amor tan predecible y perfecta, como irresistible para este lector.
Con más tiempo de lo habitual para leer, porque de a ratos el encierro le ganaba a la resistencia (y porque todavía no había claudicado y empezado a ver películas de noche), me embarqué en el gran proyecto del año: la lectura de Middlemarch, ese grueso libro hechicero que, según mi amigo inglés, es la mejor novela del siglo diecinueve escrita en la lengua de las islas. Lo será o no —la afirmación carece de sentido en realidad, como también la negación—; lo que es seguro que es hechicero. Y precursor: uno sabe que lee algo distinto, más en la línea con lo que vendría un tiempo después, con Joyce y con Woolf; con Mann y con Proust: historias en las que no pasa nada, donde el sentimiento y el estilo dejan a la sombra la trama.
Pasé al español y al corto: Pedro Páramo, una asignatura pendiente desde que la primera directora (mujer) de Sed Contra lo reseñó en estas páginas en 2006. Dijo allí Soledad: “El libro presenta una estructura complicada […] [la] narración se lee prácticamente de corrido, con la posible confusión que esto puede generar en un lector desatento”. Desatento: como yo, distraído por “la pandemia”. No les cuento ahora, que estoy leyendo el Proust (¡por fin!). A todo buen libro le llega su hora, al menos en mi caso. Me llevó quince años decidirme a leer a Juan Rulfo; y una vida, sumergirme en busca del tiempo perdido.
Y entonces pasé a mi tercer Tolstoi: Resurrección. Me lo había regalado Lucas, cuando todavía no me tuteaba. Y esperó pacientemente —esperé pacientemente— hasta que también a este le llegó el turno. Imaginé que estaría por debajo que mis dos antecedentes: Anna K y Guerra y Paz. Pero no. La infeliz historia de amor de una prostituta y presa rusa me encantó, como las obras mayores de León.
Seguí con tres cortos: A Christmas Carol, de Dickens: me sacó una lágrima imaginaria tanta sabiduría para vivir mejor. The Only Problem, de Muriel Spark: cómo se dejan devorar las novellas de esta mujer. Anne of Windy Poplars, o “Anne IV”: deliciosa y epistolar, ¡gracias Jentrix por regalarme todos los años una entrega de la saga!
En Kenia —más exactamente en Ol Pejeta, una cuarentena animálica sin par—, leí Far from the Madding Crowd. Thomas Hardy volvió a atraparme. Ya lo había hecho con Tess; esta vez lo hizo de una manera apenas más alegre y menos sombría. El personaje de la protagonista, Batsheba (encarnado magistralmente por Carey Mulligan en el cine), es la joya de un libro lleno de joyas, verdades y también enormidades y exageraciones.
Howards End confirmó que E.M. Forster va camino de convertirse en mi nuevo Evelyn Waugh. Sensacional también la película homónima con Emma Thompson y Anthony Hopkins (una mega-produccción de “Merchant-Ivory”, al igual que “A Room with a View” y “Lo que queda al día”). Como también lo es, sensacional, la serie de la BBC, con Hayley Atwell.
La verdad es que leí dos libros más, mientras caía el 2020. Fueron tan largos y tan veintiunescos, sin embargo, que los reseñaré el año próximo, si Dios me da vida y Sed Contra me invita.
Santiago Legarre
Lector
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