El amor de Luis por Pepita es señal de su falta de vocación porque es verdadero amor

Por Rafael Stellatelli.

“El amor de Luis por Pepita es señal de su falta de vocación”. Este es el disparador a analizar en el presente trabajo y el eje central de la novela. Según mi parecer, se encuentra íntimamente vinculado con otro posible e hipotético disparador: “El sentimiento de Luis por Pepita es verdadero amor”. Si bien, a medida que transcurre la novela se puede notar que lo que siente Luis por Pepita va más allá del simple afecto, cariño o afinidad, no me terminaba de quedar claro si consistía en verdadero amor o si era una apariencia muy convincente de él, como podría haber sido un enamoramiento o simple atracción física. Sin embargo, sobre el final de la novela se puede conocer con certeza que la respuesta a los dos disparadores es afirmativa. A continuación, trataré de recorrer la novela para poder fundamentar mi respuesta afirmativa frente a los dos disparadores y la íntima vinculación entre ambos.

En una de las primeras cartas hacia su tío, el Deán, Luis nota cierta sequedad de espíritu al distraerse en la oración, sintiendo que disminuye su fervor religioso durante su estadía en el pueblo. A su vez, su espíritu parece estar contaminado con lo que él llama “la vida vulgar”; así, se emociona con el canto de pájaros, se conmueve por el canto romántico entonado por un campesino, se sensibiliza hasta las lágrimas cuando ve un animal herido… Prosiguiendo Luis con sus cartas, su tío nota que muchas descripciones y relatos sobre una tal Pepita Jiménez ocupan un lugar preponderante, a lo que Luis luego se excusa diciendo que allí no se habla de otra cosa. El Deán, atento, inicialmente le recomienda no ser amigo de Pepita. Cuando percibe que las descripciones sobre ella son cada vez más extensas y específicas, aquel lo amonesta, advirtiéndole sobre la inconveniencia de resaltar su belleza, aunque estuviera refiriéndose a sus virtudes. Teniendo en cuenta los constantes halagos de Pepita que el Vicario hacía cada vez que se juntaba con Luis, sumado a la cercanía lógica entre Luis y Pepita ­­­­—ella era la pretendida de su padre—, yo no tenía sospecha alguna de posible enamoramiento.

Mi impresión sobre el asunto fue cambiando a medida que continúan las cartas, y es el propio Luis el que despeja todo tipo de dudas: afirma estar enamorado de Pepita. El beso con ella unas noches más adelante parecía reafirmarlo. Me puse a pensar si un seminarista puede tener este tipo de atracciones hacia mujeres sin que sea señal de su falta de vocación. Los consejos en libros espirituales a los que el Deán hace referencia me indicaron que sí. Entendí que si escritores dan estrategias para que una persona consagrada a Dios —o en camino de serlo— pueda evitar o frenar una atracción hacia una mujer, es porque eso puede llegar a pasar. Descarté entonces la idea de que el que posee una vocación verdadera no puede sentir atracción por una mujer. No está inmune a esas tentaciones, pero, si le pasa, no significa que carezca de vocación; esa atracción puede no tener entidad suficiente como para derribarla. Aclarada la duda y planteada la situación, restaba ahora dilucidar si ese sentimiento de Luis por Pepita era amor verdadero o un enamoramiento pasajero; si iba a vivir entregado a Dios en el sacerdocio o formando una familia entregado a Pepita.

En primer lugar, la historia personal de Luis me llevaba a pensar que su amor por ella no era serio. Gracias a haber vivido desde los diez años con su tío, el Deán, yo creí que su primer contacto prolongado en el tiempo con una mujer podía estar jugándole una mala pasada. Él mismo aclara que su trato con mujeres fue casi nulo en su adolescencia. Su vida era muy distinta: teología, libros, vida espiritual… Además, no dejaba de ser un joven de veintidós años.  Yo pensaba que Luis no estaba pudiendo manejar su primera “prueba” con una mujer. Me parecía muy temprano afirmar que era verdadero amor y que su vocación estaba en duda. Sustentaba mi postura el hecho de que él no había puesto en práctica los consejos dados por escritores espirituales para el trato con mujeres. Por ejemplo, cuando sus encuentros con Pepita fueron más frecuentes, decidió saludarla estrechándole la mano, pareciéndole exagerado no hacerlo. Otra muestra de posible falta de disciplina es su concurrencia reiterada a las tertulias en casa de aquella, bajo la excusa de que su padre lo obligaba a ir. Es decir, quizá si Luis hubiese guardado las formas, la cuestión con Pepita no hubiese avanzado tanto.

Tampoco me convencía la explicación del aparente amor según palabras de Luis: “Desde el día en que ví a Pepita en el Pozo de la Solana no he vuelto a verla a solas. Nada le he dicho ni me ha dicho, y, sin embargo, nos lo hemos dicho todo”. Presentía que ese flechazo no podía equipararse a un amor serio y desarrollado, que pudiese poner en jaque la vocación sacerdotal. Luis y Pepita se conocían por las descripciones y halagos que el Vicario les hacía a cada uno cada vez que se reunía con alguno de los dos —cual paloma mensajera— más que por charlas entre ellos. Si bien Luis fue reiteradas veces a las tertulias nocturnas en casa de Pepita junto con amigos del pueblo, tampoco parecía que allí intercambiasen charlas extensas. Más bien, mientras se jugaba a las cartas, daba la impresión de que los dos se habían enamorado simplemente por verse jugar y escucharse hablar. Fue en las tertulias donde se terminó de cocinar el supuesto amor; basta decir que allí se produjo el beso. En fin, yo presentía que cada uno tenía una imagen del otro muy idealista, muy perfecta y que, para haber verdadero amor, debían conocerse más a fondo, experimentar sus virtudes y defectos; en suma, pasar más tiempo juntos.

También, el hecho de que a Luis se lo veía tan piadoso y deseoso de retornar al seminario para finalmente poder ordenarse (a pesar de su sequedad espiritual) me hacía descreer que su vocación estuviese en duda. Sus aspiraciones a un trato íntimo y único con Dios y evangelizar los pueblos parecían inquebrantables.

Sin embargo, en las últimas páginas de la novela, pude despejar mis dudas. Claramente había amor verdadero por Pepita debido a que, entre otras cosas, Luis no estaba firme en su vocación. Si lo hubiese estado, la situación no podría haber llegado más lejos que un enamoramiento pasajero. Por lo tanto, el amor de Luis por Pepita era también señal de su falta de vocación. Él debía optar por dos vidas muy distintas, incompatibles: la entrega plena a Dios en el sacerdocio o una vida familiar entregada plenamente a Pepita. Eran dos proyectos distintos, y debía dilucidar cual era el suyo.

La explicación que Luis le da a Pepita aquella noche en su casa resulta inconsistente. Luis dice que lo que él ama desde un principio es la idea de perfección, del sumo bien, de Dios, y por eso es seminarista. Dice que Pepita representa esa idea magníficamente; tanto es así que la representación es superior a la idea, y que por eso se enamoró de ella tal cual es. A pesar de ello, él sostiene que la raíz de ese amor es, en el fondo, el bien superior y perfecto que es Dios (por eso se hizo seminarista inicialmente).

 Es inconsistente porque alguien puede apreciar la perfección de Dios en cosas creadas tales como una montaña, un lago, ciertos seres viviente… pero cuando uno siente eso por una mujer, en el fondo es porque la ama. Una persona tiene más entidad que una cosa inanimada, es un fin en sí mismo. Existe una natural complementariedad y atracción entre el hombre y la mujer que hace que quieran unirse, física y espiritualmente; eso no ocurre con un paisaje por más bello que sea. 

No obstante, más avanzada la noche, Luis le confiesa rendido a Pepita el profundo amor que le tiene, y que se ha estado engañando a sí mismo desde el principio. Admite que nunca tuvo virtud sólida, que leyó los libros espirituales en el seminario como quien lee libros de novela y que con ellos se había forjado el sueño inocente y poco real de querer ser un cura misionero por tierras lejanas. Luis le aclara que, si hubiese tenido virtud sólida, ninguno de los dos habría caído, porque la verdadera virtud no cae tan fácilmente: si hubiese habido vocación verdadera, Dios habría ayudado a Luis con su gracia. Este punto me resultó muy convincente, pues Luis y Pepita eran muy devotos y cercanos a Dios, de modo que ayuda Suya no iba a faltar (si de verdad Su designio era que el protagonista fuera sacerdote). Luis comenta en sus cartas al Deán el tiempo de oración y penitencia que hizo para que Dios lo ayude, para que le dé una señal. Hasta no se olvidó de Dios la noche final en la que fue a hablar con Pepita, pidiéndole que ponga palabras en su boca y que la historia termine como Él quiera.

Al transcurrir los días, Luis nota que su vocación fue la de alguien joven, inmaduro y soñador. Que cuando recordaba haber tenido “susurros místicos” había sido todo impresión suya, imaginación.  Todo esto es confirmado por el Deán en la carta que escribe a su hermano, dándose cuenta de que su rol como tío lo había nublado al ver la realidad: “¡Mal clérigo hubiera sido si no acude tan en sazón Pepita Jiménez! Hasta su impaciencia de alcanzar la perfección de un brinco hubiera debido darme mala espina si el cariño de tío no me hubiera cegado”.

Todas mis dudas restantes en torno a si era un amor verdadero capaz de hacer caer su vocación terminaron por despejarse. Luis no sólo admite su amor por Pepita sino que, gracias a ello, logra darse cuenta de su falta de vocación. Ella se lo explica de manera simple y profunda al Vicario, cuando éste trataba de convencerla para que deje ir a Luis. Las razones del Vicario (su aparente vocación al sacerdocio y el hecho de que ella era pretendida por el padre de Luis) eran, sin embargo, muy lógicas. Así le contesta Pepita: “Yo amo a D. Luis, y ésta razón es mas poderosa que todas las razones. Y si él me ama, ¿por qué no lo deja todo y me busca, y se viene a mí y quebranta promesas y anula compromisos?”. 

También, la falta de vocación surgió claramente ante la confirmación de su tío, el Deán. Además, razones tales como el orgullo y la obstinación que caracterizaban a Luis explican por qué se resistía a Pepita, acallando sus sentimientos. Él no quería ser menos que otros santos. Quería imitar a los que habían soportado obstáculos tales como mujeres pretendientes y madres angustiadas rogando que no las abandonen en sus casas por ir al seminario.

Pensando en temas como la falta de diálogo que Pepita y Luis habían tenido, siento que les fue de mucha utilidad el gran acercamiento involuntario hecho por el Vicario. Además, es lógico que, en un pueblo tan chato como ese, dos personas reluzcan por sus cualidades piadosas. Esto contribuía a generar en el otro una imagen altamente positiva, una especie de preconocimiento. Así lo explica Pepita: “Aunque no me hubiera hablado jamás de las prendas de D. Luis, de su saber, de su talento y de su entusiasta corazón, yo le hubiera descubierto todo oyéndole hablar, pues al cabo no soy tan tonta ni tan rústica. Me he fijado además en la gallardía de su persona, en la natural distinción y no aprendida elegancia de sus modales, en sus ojos llenos de fuego y de inteligencia, en todo él, en suma, que me parece amable y deseable”.

Por último, la gran muestra de que había amor verdadero entre ellos y de que, en el fondo, Luis no tenía vocación sacerdotal, consiste en lo feliz que fueron luego de casados. En el Epílogo, se describe con qué cariño y afecto se tratan, y cómo influyeron para bien en la sociedad. La piedad religiosa no se perdió en el matrimonio, demostrando que una vida conyugal y querer a Dios no son incompatibles: “…Pepita acude solícita a disipar estas melancolías, y entonces comprende y afirma Luis que el hombre puede servir a Dios en todos los estados y condiciones, y concierta la viva fe y el amor de Dios que llenan su alma con este amor lícito de lo terrenal y caduco”.

Rafael Stellatelli

rafa8stellatelli@hotmail.com