Por Maja del Valle Quiroga.
La importancia del qué dirán es un fenómeno que desde tiempos inmemoriales ha estado latente en toda sociedad; y aquella burlona, juzgadora y tóxica de los años 1860 en la capital madrileña no era una excepción a esta regla. La novela Tormento, de Benito Pérez Galdós, relata una minuciosa crónica del siglo XIX cuya atención a los mínimos detalles cuenta más de lo que parece sobre las personas y hechos que describe.
Rosalía Pipaón de la Barca es el primer personaje que encontramos atrapado en la mirada y opinión de los demás. Es una mujer que durante toda la historia vive de acuerdo a las apariencias y se desvive por el respeto de la sociedad española. Se esmera, junto a su esposo Francisco Caballero, en explotar al máximo a la gente que los rodea. Nunca faltaba quien le prestase un vestido, un libro, o entradas para ir al teatro, lugar en el que Rosalía pasaba momentos muy felices, mientras gozaba, más que de la función, en ver quién entraba en los palcos y quién salía de ellos, si había mucha o poca concurrencia, atenta a qué vestidos y adornos llevaban las demás. Era una mujer a la que le gustaba figurar entre personas notables, pero la realidad es que la de Rosalía no era una familia de altos ingresos, y, lo que es más, se veían obligados a hacer sacrificios domésticos para seguir aparentando un status social, que, sin dudas no tenían. El fin era siempre cumplir con ese estereotipo impuesto por la sociedad, ya que al mínimo error esta estaba preparada para atacar.
No solo Rosalía está inmersa en este miedo. Agustín, primo de la familia Caballero de Bringas, hombre muy rico y muy respetado por todos —en especial por Rosalía quien tenía una debilidad por él—era un capitalista, rico e íntegro ciudadano, soltero y en busca de la compañía de una dama. Su afán por casarse se presenta al lector como un deseo propio, por el simple hecho de contar con una compañera y formar, en un futuro, una familia. Pero más adelante nos damos cuenta de que no es así, y de que, en realidad, a lo que Agustín aspira es a cumplir con esa idea convencional de la sociedad y ese estereotipo del matrimonio, la familia y los hijos. Es él mismo quien revela su verdadera intención, al ver frustrada su idea de casarse con Amparo, debido a un pecado cometido por ella en su pasado, que a los ojos de la sociedad es lo peor que una joven podría hacer. Frente a esta mancha en su legajo, Agustín queda devastado, no por el pecado en sí, sino por ver frustrada su idea del matrimonio ideal, y peor aún, verse burlado por la propia sociedad que tanto antes lo había respetado.
Amparo, por su parte, conocida también como “Tormento”, era una joven y pobre huérfana que vivía junto a su antítesis, su hermana Refugio. Amparito, como muchos solían llamarla, era una muchacha que trabajaba como criada en la casa de los Caballero de Bringas. Sumisa como pocas, era constantemente la bolsa de boxeo de Rosalía. Estaba decidida y empecinada en que ningún ser humano se enterase de su pequeño gran secreto. Se esmera tanto en esto que, ni al lector, el escritor, se lo confiesa, aunque no es difícil suponerlo. No nos sorprende, por lo tanto, que sea una víctima más del miedo al qué dirán, a punto tal que, cuando su secreto se esparce como la mismísima peste, ella no tiene mejor idea que optar por terminar con su vida, negando así, la cruda realidad.
Refugio, la menor de las hermanas, tenía un carácter bravío y era amante de la independencia. No tenía un trabajo fijo. Sabía leer muy bien a la familia de Bringas, y no dudaba en demostrarle a Amparo, en varias oportunidades, su entendimiento, al escupir de su boca algunas verdades ciegas de la familia para la que trabajaba: “(…) Parecen gente, ¿y qué son? Unos pobretones como nosotras. Quítales aquel barniz, quítales las relaciones, ¿y qué les queda? hambre y cursilería. Van de gorra a los teatros, recogen los pedazos de tela que tiran en Palacio, piden limosna con buenas formas (…)”.
En esta historia, Refugio es una de las pocas personas que no está atenta ni alerta a lo que digan los demás. Por otro lado, están Rosalía, Agustín y Amparito, cada uno preocupado a su manera por lo que se diga de ellos cual zumbido de abeja en las orejas. Unos dejan ver este miedo de manera explícita y transparente, como es el caso de Rosalía y otros, camuflado, como Agustín y Tormento.
Este es solo el escenario de una de las tantas familias españolas (y no españolas) en el período que precedió al destronamiento de la reina Isabel II y el inicio del Sexenio democrático. Una familia que, si se observa un poco la realidad, cualquiera sea el lugar, se ve que se repite innumerables veces. El “qué dirán los demás” es uno de los miedos más arraigados en las personas, a tal punto que muchas terminan viviendo una vida limitada por el pánico que se presenta ante los comentarios de, incluso, desconocidos. La sociedad está empeñada en etiquetarnos. Los prejuicios y estereotipos han estado presentes desde que el hombre comenzó su vida en sociedad, y podría pronosticarse que es inevitable que desparezcan. Hagas lo que hagas, los demás siempre van a opinar porque la realidad es que el prójimo nunca se contenta. Muchas veces tomamos decisiones pensando en qué es lo que dirá el resto, como bien lo hace Agustín cuando decide casarse anhelando contentar a la sociedad cumpliendo con la vida convencional. Agustín que, criado en la anarquía y fiel seguidor del liberalismo, quería alcanzar el orden de las sociedades, ser el más ortodoxo, cuando en realidad ni siquiera tenía fe, ni tenía por esposa a la virtud; pero al fin y al cabo se da cuenta de que todo era una gran mentira. En el fondo no dejaba de ser ese oso amante del salvaje albedrío.
Esto es un problema gravísimo que cercena la posibilidad de ser libres, que condena a la dependencia. Todos alguna vez nos hemos sentido como Agustín o como Rosalía o Amparo, condicionados por la sociedad, por el colegio, por una moda, por nuestros amigos, nuestros padres. Es inaudito cómo puede llegar a influir tanto lo que el otro piensa de uno, a tal punto de decidir quitarse la vida, tal como hizo Tormento. Esto último es una problemática muy arraigada en la sociedad, y es muy triste y lamentable que muchas personas opten por abandonar el camino de la vida.
“Ridículo” es una palabra muy interesante. La RAE la define como “aquello que por su rareza o extravagancia mueve o puede mover a risa”. Muchas veces se ridiculiza a una persona por la forma en que se viste, por sus opiniones, por sus proyectos, por las cosas que quiere hacer, por su religión, por simplemente ser. Por no encajar con lo establecido socialmente, o por no hacer lo que la mayoría hace. Cuando en realidad lo interesante de la vida es que todos somos diferentes e iguales a la vez. Ridículo es también definido como “aquello que es escaso, corto, de poca estimación, extraño, irregular y de poco aprecio o consideración”. De acuerdo a esta segunda acepción del término, aquello que es escaso, pequeño, ¿acaso podemos llamarlo original? El ridículo equivale muchas veces a vencerse a sí mismo, a hacer cosas distintas, a atreverse, a romper con los límites establecidos.
Si partimos entonces de la importancia de entender que el ridículo no existe en realidad, en el fondo el qué dirán es solo otro punto de vista. No podemos evitar que otra persona opine, pero si podemos decidir convertirnos o no en presos del qué dirán. Finalmente, una vez que se es consciente de cuál es el ancla que nos impide volar, lo que nos queda es quitar ese lastre de nuestro camino y dejar de pagar el precio de llevar una vida de mentiras. El mismo derecho que tiene la sociedad para decirnos: «¿Por qué no eres igual a mí?» tenemos nosotros de decirle a ella: «¿Por qué no eres como yo?». Debemos dejar de juzgar para ser más libres; vivir la vida que queremos vivir, porque, al fin y al cabo, nuestro tiempo es limitado.
Una gran escritora inglesa, Virgina Woolf, dijo una vez: “Los ojos de otros, nuestras cárceles; sus pensamientos, nuestras jaulas”.
Maja del Valle Quiroga
maja.delvalle@gmail.com