Por Tobías Agustín Britapaja.
Si bien lo primero que haré será adentrarme en la frase “nada es para siempre” y sus múltiples consecuencias, creo necesario destacar que mis primeros pensamientos, luego de haber concluido tan apacible novela, fueron acerca de la importancia del discernimiento vocacional. Esto me llevó a dividir mi ensayo en dos partes que, aunque estén bien diferenciadas, se unen por un común denominador: “la importancia de lo eterno en lo cotidiano”.
Primera parte
Desconozco que tan relevante fue la frase “nada es para siempre” en otras épocas. En nuestros tiempos, donde todo a nuestro alrededor es visto como instantáneo, desechable o light esta frase —la cual como en el infierno de Dante no permite esperanza alguna— está lamentablemente obteniendo el rol principal en la vida de muchos de nuestros contemporáneos. Y a su vez genera que grandes valores como la perseverancia, la paciencia, el sacrificio y la fidelidad caigan en desuso. Valores que, para mi grata sorpresa, son acercados a la mente del lector por la novela de Juan Valera. En este ensayo comenzaré intentando demostrar cómo, a partir de dicha novela, se puede empezar a vislumbrar la importancia que tiene vivir con la confianza, puesta en algo o en alguien, que sí es para siempre.
Al contrario de lo que creía que sucedería cuando arranqué a leer Pepita Jiménez, esta me demostró ser contraria en muchos aspectos a la frase inicial. Desde un principio plantea la importancia de la esperanza y de lo eterno en la vida de don Luis, a quien, si bien lo vemos embelesado por los múltiples atributos de Pepita, también percibimos que no por eso deja de mirar más allá. Por supuesto que muchas veces no lo hace por virtud sino por mero orgullo, pero sea por el motivo que sea, para él sí hay un “para siempre”. Y este lo determina a la hora de tomar sus respectivas decisiones, es más, cobra tanta relevancia, que a veces lo hace reflexionar sobre cosas que podríamos clasificar como de “escasa importancia” (una mirada, un simple gesto, un atuendo, etc). Pero, al profundizar en todo incluyendo estas aparentes pequeñeces, bajo la mirada de “lo eterno” o “del Eterno”, avanza no solo en su conocimiento sobre Pepita, sino también en su conocimiento sobre sí mismo (he aquí la primera consecuencia de no encerrarse en lo instantáneo).
Pero además de eso, remarco lo anterior, porque considero que la novela demuestra cómo, cuando el ser humano cree —desde un punto de vista católico en que sí hay algo que es “para siempre”— también carga la vida de un sentido que, de forma llamativa, le permite impulsar su voluntad para la satisfacción de anhelos curiosamente no puestos por él en su corazón. Me refiero a los anhelos de perfeccionarse y de buscar la felicidad. Quiero destacar aquí que no estoy insinuando que el mero hecho de creer en la eternidad lo hace a uno santo, como dirían algunos cismáticos; sino que, en los mejores casos (como vemos en la novela) lo mueven a uno a buscar ser siempre mejor, lo cual le permite “dar fruto”.
Esto de dar fruto o no darlo según uno siga o no lo eterno, lo podemos ver bien reflejado si comparamos la figura de don Luis o Pepita con figuras un poco más mundanas como lo son el Conde o Currito. Estos dos últimos, según lo poco que se cuenta de ellos, se pasan la vida dejándose llevar por lo instantáneo, lo pasajero. En Currito, de quien sabemos un poco más que del conde, podemos ver actitudes como: burlarse de Luis sin conocerlo, callar y no hacer nada cuando Luis es atacado en el casino, buscar una novia solo por ver a Luis feliz con Pepita; en conclusión, actuar si mirar más allá de lo que le revelan sus sentidos. Esa falta de mirar hacia lo eterno en la vida lo hace “vivir el momento” como un siervo de sus sentimientos, los cuales no hacen otra cosa que moverse de un lado para el otro, como las olas del mar movidas por el viento. Y así va pasando de la burla a la admiración, de la admiración a la cobardía, de la cobardía a la mala indiferencia, viviendo de una forma mediocre y “sin dar fruto” lo que sería la peor interpretación del carpe diem.
Ahora vamos a comparar a Currito con don Luis. Si bien Luis también tiene sus propios defectos, no deja de mirar ese algo que es para siempre. Ya mencioné anteriormente como esto de mirar más allá lo lleva a profundizar en el conocimiento de sí mismo; ahora voy a ir a otro punto positivo de ese enfoque: cómo las determinadas leyes que Luis sigue (que surgen de mirar lo eterno), paradójicamente, no lo llevan a ser esclavo sino lo contrario, es decir, ser más libre. De forma breve, lo que quiero presentar ahora es como, en oposición al “nada es para siempre” que lleva a Currito a la esclavitud de sus pasiones, la esperanza de que haya un “para siempre” en Luis, lo lleva a la libertad.
¿Pero cómo puedo hablar de libertad, palabra equivoca en nuestros días, sin dar una definición de lo que yo considero como libertad? Para mí la libertad no es otra cosa que hacer el bien de forma fácil. Para explicar mi afirmación, primero quiero refutar la extendida definición de libertad, en la que creen muchas personas de nuestra sociedad: “hacer lo que quieras mientras no afectes al otro”. Esta definición no hace otra cosa que llevar a quien la sigue a alguna forma de esclavitud, pero creo que sería más fácil de ver con un ejemplo: si una persona fuma o toma todo lo que quiere, cuando quiere y como quiere sin afectar a nadie más, quizás al principio pueda decidir hacerlo sin oposición, pero creo que todos sabemos bien como termina eso… ¿Quién no conoce algún ejemplo en nuestra sociedad de cómo esas personas, luego de un determinado tiempo, por más que quieran abandonar esos malos hábitos, no lo pueden hacer? Se transformaron en esclavas del vicio. Otro ejemplo podría ser aquella persona a la que, cada vez que hacen algo que la molesta, estalla de ira. Probablemente no solo la pasa mal él, sino todos a su alrededor, y después de un tiempo (en el mejor de los casos) buscaría superarse. Sin embargo, si sucede eso, empezará a notar como desarraigar ese mal, ese vicio, ese pecado, o como se lo quiera llamar, es mucho más difícil que cuando una persona no se dejó llevar por él ni una sola vez, como dijo C.S. Lewis: “[s]olo podrás conocer la fuerza de un viento tratando de caminar contra él, no dejándote llevar”.
Sin ánimo de irme por las ramas, quiero aclarar que no significa que sea imposible superarlo; todo lo contrario, ver como ese determinado mal te somete es el primer paso para el éxodo hacia la libertad que genera la virtud, la cual en el caso de la ira sería la paciencia. San Agustín decía hace más de mil quinientos años: “hago lo que quiero y termino donde no quiero”. Con esto cierro la idea de porqué hacer lo que uno quiera, como quiera y cuando quiera (aunque no afectemos a otros) nos lleva casi siempre a alguna forma de esclavitud. ¿Y por qué hacer el bien de forma fácil sería ser libre? Bueno, yo creo que fuimos creados para hacer el bien, y lo creo porque cuando uno lo hace termina feliz, satisfecho, en paz, etc. (a veces quizás esos sentimientos agradables no son instantáneos, pero en mi breve experiencia siempre llegan). Un ejemplo sería el estudiar para un examen: si uno no tiene la virtud, probablemente no sea muy libre de estudiar y quizás durante días sea dominado por la pereza. Pero si lucha por hacer el bien, aunque le cueste, llegará el día donde hacer ese bien no le costará más, y ahí es cuando se obtiene la virtud. Y cuando uno es libre para estudiar, también aprobar se hace mucho más sencillo; la alegría y la paz que genera aprobar un examen es más fácil de conseguir, y esos anhelos que tenemos son (por supuesto en pequeña medida) satisfechos. Claro está que este es un ejemplo pequeño, dentro de la inmensidad de cosas a las que podría aspirar el hombre, pero sirve para ver cómo hacer eso que nos cuesta en un principio, nos puede llevar al lugar donde queremos. Por eso hacer el bien de forma fácil (en este caso en el estudio) nos hace más libres.
Habiendo aclarado eso, alguien se podría preguntar ¿y por qué la ley lo haría a Luis más libre? Esto es así porque Luis, durante gran parte de la novela, se da cuenta de que es un hombre con capacidades limitadas; y mirando el “para siempre” de manera mediata y las leyes de Dios (quien ve todos los caminos) de forma inmediata, va tomando sus decisiones. Como la novela está escrita desde el punto de vista católico, podemos asumir que Dios es un Dios de amor. Por lo tanto, Luis sabe que esas leyes no están ahí para que él sea un esclavo de Dios, sino para su propio bien. Por eso vemos cómo busca constantemente dentro de sus limitaciones, la voluntad de Dios en su vida; incluso después de estar con Pepita, él empieza a pensar, en que, de alguna manera, la gran providencia de Dios le estaba mostrando que su vocación no era la del sacerdocio, la cual estaba siendo más impulsada por el ego que por buenos sentimientos, sino la del matrimonio. ¿Y a dónde lo va llevando el buscar la voluntad del Eterno dentro de lo cotidiano de su vida? A ser más libre, a desprenderse del egocentrismo, y a una alegría más plena. Claro que se equivoca muchas veces, pero el autor de la novela tiene muy claro que Dios se vale, hasta del pecado del hombre, para llevarlo a donde debe llegar, si sus intenciones son honestas, buenas y sensatas. San Pablo nos aclara esto cuando dice en la Carta a los romanos: “[y] sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien”. ¿Dónde terminamos viendo esta providencia dentro de la novela? En las cartas del papá de don Luis; Don Pedro muestra el amor, la alegría y la paz que surge del matrimonio de don Luis y Pepita. Señales que, según San Ignacio de Loyola, son claros signos de que esas cosas vienen de Dios. Pero esto último será mayormente desarrollado en la segunda parte.
Finalmente considero que podemos ver cómo Juan Valera nos presenta una novela cargada de esperanza; y evidentemente contrapuesta a la frase “nada es para siempre”, mostrándonos cómo lo eterno lleva al ser humano a una vida más libre, más significativa, y sin duda, más feliz.
Segunda parte:
Si bien la novela es una historia centrada en el profundo amor de dos jóvenes, mirando a la vez lo cotidiano y lo eterno, no se puede dejar pasar otro tema central: el discernimiento vocacional. Para los católicos la pregunta del discernimiento vocacional tiene una relevancia similar a preguntarse: ¿qué sentido tiene mi vida?
Claro está que vamos a seguir comparando la frase céntrica de este ensayo con su contraposición. Si nada fuera para siempre, podríamos armar las valijas, y tomarnos el primer avión a algún lugar donde el centro sea la diversión. ¿Para qué perderíamos tiempo cultivando virtudes, formándonos como personas y discerniendo la vocación? Los placeres instantáneos son más rápidos, si me puedo morir mañana y luego de eso no hubiera nada más, no tendría sentido que esté perdiendo el tiempo, en aquellas metas y placeres verdaderamente valiosos, que cuestan tiempo, trabajo y dedicación. ¿Pero si hubiera algo más? ¿Si existiera la felicidad eterna que tanto anhelamos? Pues si así fuera, el centro de mi vida, debería estar fijado en eso antes que en cualquier otra cosa.
Pepita Jiménez es una mujer de muchas virtudes y también algunas vanidades, pero si hay algo que tiene claro, es su vocación. Ella le confiesa a don Luis que, desde que lo vio, ya lo amaba y sabía que él, era el hombre que había estado esperando. Y cuando Luis se aparta, cae en ella, una tristeza de muerte tan grande, como la de aquel que no cumple la misión para la que fue llamado. Por supuesto que en la novela todo estaba situado dentro de la gran providencia. Por eso, en este caso, la actitud de Pepita debería haber sido la de Jesús durmiendo en la tormenta con su infinita paz; sin embargo, sería pedirle demasiado. A Juan Valera le bastó con darle la reacción de los apóstoles, quienes desesperados en la tormenta, hacen un pedido parecido al de Pepita; aquellos dicen “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”, y esta suplica algo así como “Señor no te lo lleves que me muero”. Dios con la frase que responde a unos responde a la otra: “¿Por qué tanto miedo? Que poca fe tienen…”.
La cuestión es que Pepita, por medio de los deseos de su corazón, descifró la vocación que Dios les tenía preparada. Y don Luis también. En él vemos mayor discernimiento, aunque lamentablemente viciado por su poético pensamiento más influenciado por el ego que por la realidad, como vemos posteriormente. De todas maneras, Juan Valera nos muestra implícitamente como Dios lo va llevando hacia el verdadero camino de su vida, valiéndose incluso de su obstinación. Este camino, del matrimonio y la familia, aparece en el libro como “el llamado más fácil a la santidad”. Y acá quiero remarcar algo que noté en la obra porque creo que vale la pena: claro está que, en esa época, era visto el sacerdocio como una vocación más alta, lo cual no solo es considerado falso hoy en día, sino que ambas vocaciones son vistas como iguales en dignidad y valor. Y fundamentalmente, se reconoce que las dos pueden recorrer el “camino estrecho” hacía la santidad; y por si hay alguna duda de si el camino es estrecho y no “fácil”, como sostiene el libro, solo hace falta mirar la mayoría de las familias de nuestra sociedad… Es cierto (y constantemente se remarca) que faltan vocaciones de sacerdotes en la iglesia, ¿pero no es cierto que el número de familias verdaderamente cristianas escasea también? Yo creo que la vocación al matrimonio también está en crisis y que en esto mucho tiene que ver la falta de discernimiento… Entonces, ¿cómo puede ser que antes se considerase mayor el sacerdocio y hoy ya no? ¿Cómo es que la palabra eterna podría evolucionar? Y aquí encuentro claridad en la opinión de San John Henry Newman; quien, en su obra maestra, Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, dijo que como la doctrina cristiana es algo vivo, no es algo que se da de una vez por todas, sino que se despliega y desarrolla plenamente ella misma con el tiempo, así como un gran árbol despliega y desarrolla todo su ser con los años… sin embargo, la raíz, nunca cambia.
Habiendo aclarado de manera muy simple esta evolución, podemos identificar como, el mismo ser de los amantes, como seres vivos que son, también se va desarrollando y desplegando de una manera brillante gracias al autor; pero, en conclusión, y habiendo visto como el corazón guiado por algo trascendente los fue guiando en sus caminos, cabría preguntarse ¿y cómo dentro de la Tradición católica sabríamos que la providencia los guio hacia su verdadera vocación? ¿Cómo podríamos saber que la otra no era la que Dios quería para ellos? Y Juan Valera otra vez nos da claridad con las cartas del final; pero antes de destacar eso, hay que ver (muy brevemente) como dice la Tradición que se reconocen los signos. Y creo que el mejor ejemplo, por su practicidad, es un santo nombrado en la novela: Iñigo de Loyola o San Ignacio. Este santo nos demuestra que, en la Palabra, cuando Jesús está con los discípulos o cuando se va, siempre deja la paz, los llena de gozo, etc. Entonces los jesuitas dirán a partir de ahí que una clara señal de que Dios te afirma que tomaste la decisión correcta, se da cuando dicha decisión te genera paz, alegría, motivación a salir hacia los demás, etc. Y eso es, justamente, lo que vemos al final en las cartas que envía don Pedro: la “afirmación de Dios” respondiendo, a la elección de los jóvenes, quienes se sienten más amados que nunca, y que, según don Pedro, van viendo en su vida los distintos frutos.
A modo de conclusión final, creo que la novela de Juan Valera, si bien es un romance atrapante, también es profunda y teológica. Y, dentro de las muchas enseñanzas que nos deja, una de ellas —que va en consonancia con la frase central de este ensayo— es la importancia del discernimiento de la vocación para vivir feliz. ¿Y dónde está dicha consonancia? Está en que, para lograr ese discernimiento, es necesario quitar el “nada es para siempre” y, como Pepita y don Luis, vivir lo cotidiano, sin quitar la mirada de lo verdaderamente importante, es decir, lo eterno.
Tobías Agustín Britapaja
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