La paradoja del para siempre

Por Sol Mamia.

A pesar de todo, continuamos amando; y ese «a pesar de todo» cubre un infinito

Emil Cioran, Silogismos de la amargura

Toda vez que una insondable felicidad atraviesa al ser humano, la razón se nubla y todo lo bueno pareciera ser eterno. La incertidumbre, la contingencia y la duda se disipan para darle la bienvenida a esa efímera —aunque engañosa— felicidad. Aquello que se disfraza de eternidad, ¿es real? ¿Es posible que exista un para siempre o, desgraciadamente, todo se encamina hacia un fin?

La novela Pepita Jiménez, obra del célebre Juan Valera, plantea este interrogante al narrar una historia de amor idílica entre una joven viuda y un virtuoso seminarista. Escrita con una amena prosa, el atractivo de la novela se halla en mostrar cómo batallan entre sí el amor, la soberbia, la vocación sacerdotal y el deber ser. Para grata sorpresa de los lectores, los protagonistas logran sortear los obstáculos que ellos mismos crearon y su historia culmina con el mejor de los escenarios: felizmente casados.  

Entonces, ¿qué hay del para siempre al que alude mi título? Durante el transcurso de la novela, se desarrollan los dos amores a los que Luis consagró su alma: por un lado, el dirigido hacia Dios y, por otro lado, el dirigido hacia Pepita. Aunque resulte paradójico, sería atinado responder que sí existe el para siempre; pero, al mismo tiempo, nada es para siempre. Lo cierto es que el amor está sujeto a cambios constantes e impredecibles que dificultan el mantenimiento de su pureza inicial a lo largo del tiempo. Un sentimiento tan poderoso no admite una única forma, ni tampoco se mantiene estático; sino que se transforma, se desgasta y se enmienda. Tal como reflexiona Pepita respecto al amor, “no hay nada más fuerte en la tierra y en el cielo”. A pesar de ello, quien ama a otro se enfrenta a un gran desafío: seguir amando, a sabiendas de que ni el amor más sólido y fuerte permanece intacto; sino que atraviesa cambios que lo vuelven enrevesado y complejo. En la medida en que dos personas estén dispuestas a forjar su paciencia, el amor durará y podrá ser para siempre, pero la pasión del comienzo jamás lo será. 

Desde el inicio de la obra, la supuesta vocación de Luis era clara: dedicar su vida al Altísimo. Y es así que hasta el lector más despistado puede dar cuenta de la devoción que el joven tenía por Dios. A partir de las cartas dirigidas a su tío, “el deán”, Luis describe su intención de convertirse en sacerdote e incluso predicar el Evangelio en tierras lejanas. Únicamente un amor tan dedicado —y, en el caso del protagonista, reforzado desde su niñez— podría ser el impulso para llevar a cabo semejante misión. Sin embargo, aún con una vocación que parecía inquebrantable y “teniendo convicción de no ser cándido y de ir derecho a la virtud”, el amor del seminarista hacia Dios adquiere paulatinamente una nueva forma. Es que sucedió lo inevitable: Luis se enamoró profundamente de Pepita.

De declaraciones tales como “[a]mar a Dios me parece la negación del egoísmo y del exclusivismo”, la historia alcanza su punto de inflexión cuandola adoración que, con tanta entrega predicaba el joven, queda en jaque frente a sus conflictos internos. La realidad es que el hecho de que el amor evolucione no significa que deje de ser auténtico o genuino. Por el contrario, sostenerlo frente a las adversidades es, probablemente, cuando alcanza su mayor expresión. 

El señor deán narraba que “Don Luis apelaba a otro género de humildad cristiana para justificar a sus ojos lo que ya no quería llamar caída, sino cambio. Se confesaba indigno de ser sacerdote, y se allanaba a ser lego, casado, vulgar, un buen lugareño cualquiera”. Atención: cambio, no caída. Efectivamente aquella ilusoria vocación terminó por desaparecer completamente de los planes de Luis. Y el porqué es un tanto áspero: nada se mantiene igual, ni inalterable. 

 La nueva vida de Luis, si bien más mundana y simple, era perfectamente compatible con su amor hacia Dios. El inocente ideal con el que soñaba desde niño fue reemplazado por la figura de un esposo ejemplar y por una vida conyugal fielmente dedicada a Él. Y cuando resurgían las dudas sobre su decisión y su cotidianeidad le resultaba prosaica, Luis recordaba que podía servir a Dios en todo estado y condición. Seguiría amándolo fervientemente, ya no como un potencial ministro, sino como un simple y fiel cristiano. Es que, precisamente, el amor es vulnerable a la inevitable transformación. 

¿Cómo imaginar que la vida puede dar un giro de 180° al conocer a ese alguien? Esa es la magia y el misterio del azar. Para Luis, significó el inesperado encuentro del amor romántico. Un vínculo como el que él construyó con Pepita no genera más que envidia (¡y cómo no!) y ternura a los lectores. De igual forma, no se puede desconocer que la obra de Valera tiene cierto tinte idealista al retratar la relación entre los protagonistas, particularmente en el epílogo de la novela. 

La relación de los jóvenes protagonistas pareciera quedar estática en la típica etapa inicial del enamoramiento, cuando la idealización del otro es desmedida. Nadie puede negar que el amor es, en algún punto, ciego. El enamorado construye una imagen exagerada de aquella persona especial, de sus virtudes y cualidades, para, luego, quedar embelesado frente a ella. Ese sentimiento no es eterno, es fugaz; una vez que desaparece, el hechizo se rompe y, entonces, será necesario actuar con cautela. Sin embargo, podría afirmarse con —casi— total certeza que quien ama de verdad, quien ama para siempre, permanecerá al lado de su amado o amada. Ese amor impulsivo, y algunas veces hasta extremadamente irracional, puede no ser perpetuo. En la obra, Pepita confiesa que por su amado daría hasta la salvación de su alma y Luis, por su parte, admite que si está cerca de ella, la ama, y si está lejos, la odia; al punto de que el espíritu de Pepita se infunde en él hasta dominarlo. Lo cierto es que aquel amor, caracterizado por una pasión desenfrenada, comienza a desgastarse por el paso del tiempo. 

En esencia, Valera retrata un amor digno de admirar, aunque alejado de la realidad. Resulta difícil creer que el amor no atraviesa altibajos causados por la rutina, la dependencia, el conflicto, la inestabilidad y un largo etcétera. La romántica ilusión no puede ser para siempre. Ese golpe de realidad no necesariamente debilita el amor que se siente por otra persona, más bien lo engrandece. Cuando finaliza la etapa en la que todo se asemeja a la perfección, decidirse por apostar al amor es signo de aceptación absoluta del ser amado. 

En definitiva, a pesar de los contratiempos, Luis logra conservar a Pepita y a Dios, y ello será eterno acaso solo mientras dure ya que nada es verdaderamente inmutable, pues “la vida entera de muchos hombres pende de casos fortuitos, de lo eventual, de lo caprichoso y no esperado de la suerte”.

Sol Mamia

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