Por María Soledad Riccardi.
A lo largo de la lectura de cualquier obra, uno crea ciertas presunciones; algunas se encuentran implícitas en las líneas, semi-escondidas; otras son puras construcciones subjetivas, que varían de lector a lector. Yo, por ejemplo, entiendo que Pablo es un personaje físicamente demostrativo al hablar: mueve las manos y hace gestos; todo producto de su ceguera, la cual lo llevó a sentir cada músculo y cada parte de su ser con más plenitud de lo normal, para equilibrar el entumecimiento que sus ojos extendían en él, como si el desplegar su fisonomía lo hiciera sentirse más vivo. No hay nada particular en el libro que pueda llevar a alguien a inferir esto; es simplemente una elucubración mía. Sí creo que Sofía es un personaje desagradable, y entiendo que esta opinión es consensuada, puesto que parece ser una decisión deliberada del autor presentarla de determinada manera.
Nela, por otra parte, es un personaje que despierta compasión. Tiene un conjunto de características que nadie querría poseer: es fea, poco agraciada, deseducada, rústica… Su monstruosidad es descripta casi como mitológica. Pero, sin embargo, es bella en el universo de Pablo mientras este no posee el don de la vista; mientras, como él tantas veces recita, “vive en la oscuridad”.
Reflexionar sobre la belleza siempre me pareció poco útil. Se puede ser más o menos bello; es verdad. La historia nos cuenta que, sin importar cuál ha sido la suerte de cada uno en este tema, por mucho tiempo no se ha podido hacer demasiado al respecto. Hoy, bisturí de por medio, ciertos médicos ocupan lugares sagrados para miles de personas (y sacrílegos para tantas otras), que entienden que con esa cirugía costosa —y probablemente también bastante dolorosa— están en verdad comprando un pasaporte a la felicidad. A quienes este tipo de medios para enaltecer lo que naturalmente se ha dado (o negado) nos parecen bastante vacuos, la belleza exterior se ve simplificada: se la tenga o no, nuestras acciones para modificarla son prácticamente nulas. Además, los parámetros de lo bello van alterándose con el transcurso del tiempo, y la propia fisonomía humana parece haber evolucionado de manera considerable. No se explica, si no, por qué los cuadros antiguos y antiquísimos siempre retratan a la gente que parece ser la menos favorecida estéticamente. O eran pésimos quienes los retrataban, o por siglos la tierra estuvo poblada por humanos desagradables.
La belleza interior —o belleza del alma— no merece un análisis tan simplista. O se la posee o no se la posee, pero, ¿acaso se la podrá construir?, o, ¿se la podrá perder, por más que haya sido cultivada por largo tiempo? En virtud de lo leído, a la última pregunta correspondería una respuesta afirmativa. Pablo, nombre muy convenientemente elegido, cuando ciego, creía entender más del mundo que aquellos que veían. Percibir visualmente a quienes lo rodeaban le era imposible, no así percibir los atributos de sus almas. Al ser dotado de la posibilidad de mirar —no de ver—, inmediatamente comienza una clasificación compulsiva entre lo bello y lo horrendo, como si todas las cosas del mundo pudieran encuadrarse en esa sistematización binaria, como si la existencia de grises fuese inaudita. Se enamora inmediatamente de su prima, y si bien recuerda a Nela, los sentimientos que tenía por ella mientras no poseía la vista parecen haber naufragado.
El trágico final de Nela sorprende. No por dudar del profuso amor que sentía por Pablo —capaz de herirla intensamente—, sino por los valores que el mismo libro profesa e incluso por la frase que se repite durante las primeras páginas: “adelante, siempre adelante”. Un personaje que al comienzo del libro repite con asiduidad “dicen que” antes de referirse a cualquier dato de su persona, porque su poca estima de sí misma la imposibilita hasta a hacer suya cualquier expresión. Es imposible negar la lógica que había en el miedo de Nela, que se desenvolvía por su pueblo como si la belleza la definiera como persona. Las innumerables comparaciones que hace entre Florentina y la Virgen María, en un primer momento basándose solo en su belleza, no hacen más que confirmar la valoración suprema que le merecen las formas, divinizándolas, confirmando el reinado de lo estético por sobre gran parte del resto del mundo. Todo esto, según Teodoro, atribuible a su falta de educación, a que nadie se había ocupado de pulir ese diamante en bruto que era su alma.
Ahora bien, Pablo menciona sin titubear que la belleza es resplandor de la bondad. Una idea tan noble como siniestra, que en la práctica podría conducir a equívocos abismales. Etiquetar todo lo atractivo como ontológicamente bueno es desafortunado, es establecer una vinculación entre ambas variables que no tiene fundamento alguno. También es necesario reconocer que a veces la bondad, si bien no reflejada estrictamente en las formas, irradia una luz propia que atrae de una manera diferente de como podría hacerlo lo estéticamente atractivo; de manera mucho menos seductora, lo cual no significa que no sea seductor, sino que lo es pero en menor proporción. Son otras las cualidades que lo bueno emite a su favor.
Volviendo a la belleza, aunque manteniéndonos al margen del eje que sugiere el libro, una de sus referencias más clásicas, casi referida a ella hasta el hartazgo, es la juventud. De nuevo nos volcamos a esa industria que mueve millones para que consumamos un sinfín de bienes y servicios cuyas publicidades muestran a sujetos célebres y felices, que disfrutan gozosos un éxito personal y profesional. La vinculación entre juventud, belleza y felicidad es casi axiomática para algunos. La búsqueda continua de algún elíxir que nos mantenga jóvenes y afables a la vista se ha vuelto tan persistente que ha relegado otras cuestiones tanto más importantes a un segundo plano. Nadie profesa lo contrario, nadie dice que andemos harapientos y descuidemos nuestro aspecto exterior; solo que seamos cautelosos en no obsesionarnos con algo que jamás nos conducirá a ningún lado al que valga la pena ir.
En lugar de obstinarnos en tener la piel tersa o comprar indumentaria de una marca selecta, podemos encontrar la belleza en un sinnúmero de cosas mucho menos rebuscadas. En general, y aunque no quiera ser dogmática, lo diáfano y lo simple suele brillar; la serenidad es una cualidad, hoy casi extinta, que convierte a quien la posee en un excéntrico; la sensibilidad y la creatividad aparecen como facultades en desuso.
Sin miedo a sonar categórica, del elenco de personajes que desfilan por Marianela, Celipín es sin duda el más afable, posiblemente por su completa ajenidad hacia todo lo relacionado con la belleza. Su compostura y ambición saludables son materia de envidia, su simpatía para con Nela lo vuelve todavía más querible. Él es la más viva personificación del “adelante, siempre adelante”, con una determinación frente a la adversidad que se admira, con una claridad de ideas que Nela no posee.
En gran parte de la historia uno siente conmiseración por Nela, y aun así, el final nos hace sentir más piedad por Pablo que por ella, por aquel que supo ver cuando no tenía el don de la vista, que cultivaba con sinceridad la atracción por la belleza más pura, y que la perdió en cuanto se le regaló conocer superficialmente a quienes tanto apreciaba.
María Soledad Riccardi (22)
Estudiante de Derecho
msriccardi@gmail.com