Por Estefanía Servian.
El gran Gatsby se murió solo. Fue velado en su mansión con la única compañía de su nuevo vecino (¿podemos llamar amigo al narrador de esta historia?) y su ausente padre. Ninguna de las personas que solían asistir a sus majestuosas fiestas atinó aparecer. Ni siquiera, menos aún, la mujer que él amaba, a quien cubrió de un asesinato que lo condenó a él a morir así… y solo. El gran Gatsby, entonces, murió solo luego de una intensa vida. Nick comprendió lo difícil que resultaba conseguir alguien “interesado” en asistir. Interesado… es decir, ese intenso y personal interés al cual todos tenemos un vago derecho cuando llega el final[1]. La soledad de su muerte permite pensar en que la vida, aún cuando se acaba, es imposible escindirla de lo hecho mientras vivimos.
Somos responsables de nuestra vida, así como de nuestra muerte. Y así como también de nuestra suerte. ¿Existen las casualidades de la vida? ¿El ´mundo es un pañuelo’?, como el dicho popular sostiene. Tantos lugares donde vivir y el primo del amor de su vida se convierte en el vecino de aquel gran hombre que poseía una casa enorme, pero que no compartía con nadie. Aquel hombre que organizaba las fiestas más imponentes, convocando a miles de personas que apenas lo conocían y con quienes apenas cruzaba palabra. Aquel hombre que abría las puertas de su casa, sin siquiera mostrar un atisbo de su corazón. Ese era Gatsby. Aquel hombre del que nadie a ciencia cierta podía precisar de qué trabajaba (lo que ocurre con las personas que se dedican a actividades poco, por decirlo de algún modo sutil, claras). “Se dedica a los negocios”, decían, “es un heredero”, mencionaban. No. Era un simple contrabandista, pero el dinero —sin importar el origen de él— parece poder unir todos los mundos.
¿Existen, entonces, las casualidades de la vida? No fue casual que él muriera solo. A excepción de Daisy, la mujer de su vida, sólo a ella le dedicó tiempo. Dos personas nomás lo conocieron en el mundo: Daisy, por lo que él elegía mostrarle, y Nick, el narrador, por lo que éste creía que Gatsby era. Jamás Gatsby se preocupó por la imagen que brindaba ante Nick y pudo él ser el único que verdaderamente lo conoció. Ante la comodidad de la compañía provocada por ciertas personas, uno termina por mostrarse como es, aún involuntariamente. Y así se forma el cariño. Las personas que más nos quieren o queremos son aquellas con las que nos unen sentimientos involuntarios. Dicen que todo sentimiento, si es sincero, es involuntario.
Gatsby vivió una vida que lo llevó a ese triste final. Increíblemente lo mató la bala de un marido engañado en busca de venganza, aunque pudo haber muerto por sus ilícitas actividades. El hombre que lo tenía todo, a todos; y estaba solo. Con sus necesidades materiales satisfechas en demasía, con las más diversas personalidades que se interesaban en él para acompañarlo en ese ritmo intenso de vida; y él estaba solo. Gatsby es un ejemplo de hombre de aquellos muchos que hay en este mundo. Personas que se muestran rodeadas de gente, no obstante su soledad. Personas que, internamente, desean esa soledad. Intentos excesivos de mostrarse acompañados, con vidas interesantes, que asisten a las más exclusivas fiestas y eventos, se preocupan por vestir los mejores trajes, se rodean de personas renombradas, intentan mostrarle a los demás perfectas imágenes. Tantos deseos de mostrar felicidad esconden las más tristes de las infelicidades. ¿Cuál es el sentido de la vida? Los ojos inexpertos pueden ser engañados. La vida va más allá de esas trivialidades, aunque algunos no noten que —aun los más superficiales, pero que no son tan tontos— eligen, para transitarla, tener cerca a gente que quieran y los quiera de verdad.
Gatsby no quería estar solo, convocaba a muchísima gente a su casa, mas no les hablaba. Entonces estaba solo rodeado de gente. Sabido es que estar rodeado de personas lejos está de ser “estar acompañado”. Es un hombre entre muchísima gente para no estar solo, pero que se queda solo porque aleja a esa gente. Teme quedarse solo, mas no se relaciona. Luego, se queda solo. Finalmente, ¡está solo! ¿Puede quejarse de su soledad quien contribuye a ella con sus actos?
Gatsby quizás deseaba eso, rodeado de personas, pero sin vincularse a ellas. No se relacionó con ninguno de los invitados de sus fiestas, no les compartió su vida, ni sus miedos, ni ninguna de aquellas cosas que unen a las personas. Organizaba esas increíbles fiestas, convocando a multitudes, con el único objetivo de que asista ella. Daisy era el amor de su vida. Sus fingidos deseos de diversión escondían sus ganas de verla. Día a día observaba tras el río la luz verde, de esperanza, que brillaba a través de la casa de ella.
Era como iluminar la luz con una lámpara, aunque Gatsby no lo vió. Este proverbio se aplica a la perfección a la historia de amor entre Daisy y Gatsby. Más que evidente resultaba que ella jamás dejaría a su marido tras ese amor adolescente. Gatsby la quería más, la quería bien. Sin embargo, ella prefería la segura infelicidad al lado de su marido que la ajetreada vida que él le proponía.
Daisy llevaba una hermosa e infeliz vida. Se alegró, al nacer su hija de que fuera niña: “lo mejor en este mundo para una chica es ser bonita y un poco tonta”. Ella era así: bella y un poco tonta. Tenía un matrimonio perfecto, una casa preciosa y el tiempo suficiente para estar triste. Su marido tenía una mujer en Nueva York, quien llamaba a la hora de la comida de la noche, convirtiéndose en una persona más de su casa. A Tom, su marido, no parecía importarle que ella lo supiera, así como tampoco le importaba a quienes lo sabían reírse en su cara. Un secreto a voces que su primo, especie de joven de pueblo e inocente, comprendía a medias. Quizás, esa vida fue la que arrojó a Daisy a los brazos de Gatsby desde la primera vez que lo volvió a ver o tal vez el amor que siempre sintió. De un modo u otro, cada uno recibe lo que da. Daisy le devolvió a Tom un poco de lo mucho que él le dio a ella. Y Gatsby pudo recibir, quizás no exactamente el amor que le brindó a Daisy, sino la indiferencia que le brindó al resto de las personas que conocía.
No somos queridos por lo que se ve de nosotros, sino por aquello que más sinceramente damos a los demás, sobre todo de manera inconsciente y natural.
«Tu vales mas que todos ellos juntos», le gritó Nick, sin que Gatbsy pudiera oírlo, la última vez que lo vió, reconociendo en esa cara imperturbable un corazón digno de ser querido. Allí estaba Nick creyendo que Gatsby era mejor que Daisy, que Tom, que todos… Incluso mejor que aquello que parecía que era él mismo. A veces existen personas que ven de uno lo que uno vale, que creen o que ven mal, pero dan la oportunidad de radicalmente cambiarlo todo. La responsabilidad está en cada uno de dar un giro o continuar, como siempre, como hasta ahora, creyendo que las cosas que pasan, ocurren porque son así. Sin notar que somos nosotros los responsables de lo que nos ocurre en cada ámbito de la vida.
Ni siquiera la mirada indulgente del narrador puede ocultar una vida llena de nada. Una lección interesante otorga este clásico de F. Scott Fitzgerald, aunque algunos espectadores desearán quedarse con las increíbles fiestas que organizaba Leonardo Di Caprio.
Estefanía Servian (25)
Abogada
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[1] Fitzgerald, F. Scott, El gran gatsby, Grupo Ed. Planeta, pag. 203.